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‘Andréi Rubliov’, de Andréi Tarkovski
Con motivo de sus 47 años
Estreno en España: 7 de junio de 1978
La contradicción forma parte constitutiva de la existencia humana. Para Friedrich Nietzsche, esta tensionalidad tiene nombre, o, mejor dicho, tiene dos: Apolo y Dionisio; para Andréi Tarkovski, se llama Boriska.
Este 7 de junio se cumplen 47 años desde que se estrenó en España ‘Andréi Rubliov’ en 1978, ocasión que aprovecho para interpretar ‘La campana’, la célebre e inolvidable octava de las etapas que conforman la película, desde la duplicidad de lo apolíneo y dionisíaco que desarrolló el filósofo alemán en ‘El nacimiento de la tragedia’ (1872).
Es el año 1423, y la acción se desarrolla en el Principado de Moscú de la Rusia medieval. El príncipe ha mandado a sus hombres a buscar a Nicolás, un reconocido fundidor de campanas. No obstante, solo encuentran a su hijo Boriska, un niño de aspecto endeble que les hace saber que la peste ha arrasado a toda su familia, incluido al hombre que buscan.
Es relevante que el pasaje comience con la miseria y la negación de la vida como protagonistas, ya que Boriska, como rehusando a sucumbir al mismo destino, suplica que le dejen a él encabezar el proyecto: “Conozco el secreto de la fundición de campanas de cobre, pero no lo diré”; “mi padre lo conocía y, cuando se estaba muriendo, me lo contó”, situándose así la verdad y el conocimiento como enigmas.
El joven insiste, aunque su voz tiembla, probablemente porque le espanta la mentira que sabe que esconden sus propias palabras; pero no le queda otra opción: la alternativa al sí a la vida contra todo pronóstico es la muerte inmediata. Y, aunque los sirvientes del Gran Príncipe desconfían de él, aceptan, seducidos por la extraña y misteriosa seguridad del niño.
Empieza, pues, el proceso de confección, y Boriska se inventa los pasos a seguir legitimándolos con la potestad lingüística de su padre muerto, es decir, utilizando la palabra como arma para dar una apariencia de racionalidad a sus afirmaciones meramente especulativas, pues el engaño resulta necesario en un contexto donde la fantasía no es valorada como fuente de conocimiento.

Los trabajadores, empero, se niegan, así que él, impetuoso y ligero, empieza a cavar mientras escucha para sus adentros el son de la campana, como si la creación de la obra de arte comenzara en el deseo y la ensoñación de la misma. Para Boriska, la campana es bella mucho antes de su materialización porque lo seduce a la existencia y lo induce a convertirse en el medio fundamental que dará cuerpo –a saber, el suyo propio– a la obra.
Este excéntrico sujeto sabe lo que busca solo cuando lo encuentra, siendo el dolor físico una condición necesaria para ello, como cuando al caer accidentalmente por una ladera descubre el barro que se necesita para construir el molde de la campana. Sorprende, además, verle dirigir a una infinidad de hombres en contra de todo lo que se le recomienda: desde escoger los materiales más caros, aunque el príncipe pueda castigarlo por sus imprudencias, hasta mandar a azotar, en nombre de su padre, a todo aquel que se niegue a obedecerle.
Por otra parte, durante todo el proceso de creación hay un personaje esencial cuya presencia espectral y observadora funciona como momento espiritual y racional de la conciencia de Boriska: se trata de Kirill, un monje errante y pintor de iconos religiosos que se le aparece como Apolo, siendo el único que ve a Boriska como lo que es: como un niño desamparado y exhausto que, sin embargo, tal y como de hecho hace en numerosas ocasiones a lo largo del curso de los acontecimientos, puede echarse al suelo, dormir y acudir al mundo onírico para, quizá allí, encontrar la imagen onírica original que le haga saber cómo proceder a continuación.
Es más, cuando despierta de uno de esos largos sueños, descubre, extasiado, que la cocción de la campana ha comenzado, como si desearlo durante la suspensión de la vigilia hubiera sido suficiente.
Como Nietzsche dice, los sueños son “aquel fondo misterioso del cual nosotros somos el fenómeno”. Así pues, en este caso, el cuerpo frágil e infantil de Boriska es él mismo fenómeno, es decir, la obra de arte ejecutándose a sí misma mediante la embriaguez propia de Dionisio; una suerte de danza que despierta todo el simbolismo corporal y a partir de cuyos gestos se abandonan la definición e identidad precisas del yo.
Hay una primera experiencia de lo dionisíaco que es dolorosa, espanta y conduce a la resistencia, a la cual procede, sin embargo, el momento de embriaguez propiamente hablando, ya que, gracias a la ayuda de Apolo, el padecimiento de Dioniso puede sublimarse y diluirse en su máxima expresión artística en la campana.

Es por esto que Boriska, frente a su piel blanca oculta por el barro, sus rodillas que tiemblan y su expresión de niño viejo desfigurado por la barbarie del trabajo, es capaz de sonreír y mutar su fatiga en placentera satisfacción, pues cada paso conseguido supone una refutación del dolor conllevado.
Llega, al fin, el momento de izar la campana y hacerla sonar. Muchos hombres tiran de muchas cuerdas y Boriska ya no trabaja: ya no queda nada de él ni de sus fuerzas. Ahora le toca mirar, mirarse en la obra a la que se ha abandonado y reconocerse en ella. Que la campana no suene conllevaría su propia muerte, no solo a nivel simbólico, sino que existe la amenaza real de ser decapitado por el Gran Príncipe, quien asiste con su ejército al levantamiento.
Uno de los trabajadores empieza a balancear y deslizar el badajo de un lado a otro, que va adquiriendo inercia, mientras de fondo se oyen a dos miembros de la realeza asumiendo y burlando anticipadamente el fracaso, explicitándose, así, un conflicto tensional entre dos bandos: por una parte, la palabra de los poderosos y, por otra, el silencio sepulcral de Boriska y los trabajadores.
Finalmente, suena la campana y su voz metalúrgica anuncia la victoria concluyente tras tanto trabajo. El pueblo, que ha asistido a tal espectáculo, celebra el éxito embriagado de júbilo. Sin embargo, Boriska y sus compañeros, que durante el proceso de construcción se asemejaban a auténticos bailarines armonizados en una coreografía dionisíaca, ya no bailan.
Sobre todo, el imberbe Boriska, quien de repente crece, se derrumba por tierra y solloza mientras el silencio se hace en él definitivo y Kirill lo estrecha entre sus brazos: pareciera que comprendiera, en su anhelo desesperado de volver a ser niño –o de poder serlo por primera vez–, las palabras de Sileno a Midas después de que este le preguntara a aquel qué era lo mejor y más ventajoso para el ser humano: “No haber nacido, no haber sido, morir pronto”.
Lo último que oímos del precoz adulto es cómo le confiesa al monje –aunque este ya lo supiera– que su padre nunca le hizo saber antes de morir el secreto para hacer la campana. Entonces vuelve a callar, quizá ya para siempre, pero su llanto, tan similar a la risa de Dionisio, no cesa.
Y Kirill, como si fuera el mismo Zarathustra, intenta consolarle: “¿Ves lo bien que salió? ¿Por qué sigues? Mira qué alegre está la gente. ¡Y tú sigues llorando!”. Pero Boriska, en realidad, en magnífica, dolorosa e inseparable conjunción de belleza y tragedia, de Apolo y Dionisio al son de la campana, solo llora de alegría.
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