El año que nací. Festival de Málaga

#MAKMAAudiovisual
‘El año que nací’, de Daniel González-Muniz y Alberto Amieva Leyva
Con Daniel González-Muniz, Álvaro Marenco Marrocchi y Gabriel Ballestero Frech
63′, Costa Rica | AAL Filmes y Contenidos SRL, 2022
Largometrajes Zonazine Sección Oficial
26 Festival de Málaga
Hasta el 19 de marzo de 2023

Málaga es cruel. Cruel y vigorosa al mismo tiempo. Como un adolescente malcarado y, por desgracia para él, todavía legítimo. Una ciudad cuya trimilenaria historia y controvertida identidad consiste en reinventarse, en demoler el pasado, en resurgir sin sentimentalismos y con una voluntad tan admirable como insensata de cambiar de piel y renunciar a las cenizas.

Cuesta creer que en un espacio así, tan dado a la mudanza, algo pueda perdurar. Mucho menos un festival de cine. Y menos aún, un festival de cine nacido en su momento al arbitrio de un síndrome epocal, de aquellos disparatados y enladrillados años de finales de los ochenta en los que todas las capitales de provincia querían tener un AVE a mano y una universidad. Y, por supuesto, por qué no, salir en Antena 3. Hacerse fuertes en titulares y, de paso, capear el erial propinándole una colleja antológica a la comarca de al lado.

La cultura, como siempre, era una excusa. Un brioso subterfugio. Les daré un dato del INE: en 1998, año en el que se inició el festival, cuando no existía el Museo Picasso, ni siquiera un 5 % de los millones de turistas que desembarcaban en el aeropuerto de la Costa del Sol se molestaba en darse una vuelta por la ciudad. Y no se puede atribuir al lugar común de la indiferencia.

26 Festival de Málaga
Cartel del 26 Festival de Málaga, obra del diseñador malagueño Adán Miranda, colaborador habitual del certamen.

Málaga era una ruina sobre ruina mal custodiada, un entorno encantador para dejarse excitar por la sordidez, la fealdad –que no deja de resultar inspiradora– y la decadencia fabril. Un entorno distorsionado al que, de repente, y con alfombra roja y sin que nadie supiera muy bien por qué, le plantan a Maribel Verdú. Y que reacciona en consecuencia. O mejor dicho, en cadena ineluctable de consecuencias. ¿Con que mimbres de continuidad se encaraba algo así? ¿Cómo y en qué lugar después de San Sebastián, Valladolid, Venecia?

Pienso en esto y miro alrededor. Y en que el festival, de la mano de un tipo, Juan Antonio Vigar, tan serio como discreto y eficaz –que es como en Europa se hace la revolución–, ha ganado identidad. Identidad que, probablemente, sea tan peregrina y camaleónica como todas las que con luces estroboscópicas anidan y se esfuman en esta carrera de siglos que es Málaga y la vida o Málaga y la vida (utilícese cualquier topónimo equivalente), pero que, de momento, va dando resultados inesperados y sustanciosos.

Recuerdo las primeras ediciones. Ese rumor torvo que acechaba a media tarde en las cercanías del Teatro Cervantes, las gazmoñadas zafias en cartelera, el sopor en las salas, el coro a lo Heitor Villa-Lobos de sirenas laminadas en alta mar en busca de famosos, la fatuidad pueblerina de gente tras gente contemplándose a sí misma y a su acreditación frente a cualquier ocasión y cualquier espejo.

Por suerte, todo eso ha cambiado. Existe un criterio, una programación. El público local, aunque muy propenso al fervor –no olvidemos la herencia de la Semana Santa–, se ha acostumbrado. Ya no es excepcional tropezar con turistas deliberadamente cinéfilos. Y el festival, sobre todo, ha dejado de ser un corral, con heroicas y minoritarias salvedades, de (malas) y televisivas comedias. Especialmente, a partir de 2017, cuando se adoptó la acertada decisión de abrir el certamen en régimen teórico de tú a tú a las producciones latinoamericanas.

Volvemos a los datos: más de doscientas películas en esta edición, una agenda alternativa casi extenuante. Y, lo más significativo, la inversión de los inicios; el hecho gozoso de que encontrar una historia de verdad, entre tanta hojarasca de egresados de escuelas privadas de cine de Madrid que cuentan sus banalidades y su visión de barrios marginales que nunca han pisado ni intuido, no sea una excepción. Por fortuna, la sección de documental ya no es el único abrevadero. Tiene que ver también, y a favor, con la evolución y el gran momento que vive el cine en español. Por supuesto, desde América Latina. Últimamente, y con sospechosa recurrencia, en España, lejos del centro.

Todo esto es positivo y, de manera simultánea, difícil de asimilar. Uno observa el Festival de Málaga con la misma energía inevitablemente desgastada con la que contempla sus propias hendiduras objetivas, que no son otra cosa que el paso del tiempo. Y la tentación, y la condena, es no poder desertar del presente. Más de doscientas películas, insisto.

Apenas unas cuantas horas antes de la inauguración con Raphael y del estreno de la cinta de Elvira Lindo estaban unos tipos de Costa Rica ofreciendo la primera proyección oficial del certamen. Por supuesto, en la sección más arriesgada, ‘Zonazine’, y sin boato ni consideración alguna de apertura. Y eso, no siempre, puede ser una buena señal. No hace falta ser un apologeta de Mekas o de Emily Dickinson para entenderlo.

Pero el cuaderno y la letra pequeña cuaja. E invoca la razón por la que estamos aquí. Como seres vivos y eventuales creadores. Como ciudad trimilenaria que se metamorfosea constantemente y como festival. Que no es otra cosa que una franqueza atemporal. La más pura. El folio en blanco, al que es sanador regresar en medio de tanta y tan excusable pompa, alfombra y retransmisión en directo.

Daniel González-Muniz y Alberto Amieva Leyva son los autores de ‘El año que nací’, el primer largometraje que concurrió al certamen. Y el título, en este contexto, no podría resultar más inspirado. Por el retorno al origen; por la verdad que transpira después de esa superposición de vanidades y de vestidos de gala. Una película rodada en cuarenta y ocho horas con un presupuesto de 10.000 dólares, en la que el cine iba haciendo al cine. Lo cuenta su codirector, Daniel González-Muniz, para MAKMA: “Lo de que nos seleccionaran para Málaga ha sido algo inesperado. Nosotros nos movíamos por festivales indie y underground”.

Un instante de la presentación de ‘El año que nací’ en el 26 Festival de Málaga. Fotografía cortesía del certamen.

La frase es paradigmática, la película, también. Devuelve a la pureza material del cuaderno al espacio en blanco. El metraje: lo seminal y primordial. Planos secuencia, blanco sobre negro, una escaleta obstinada en seguir la franja horaria, un codirector y responsable técnico, Alberto Amieva, al que le baila la cámara y que convierte en virtud narrativa la impericia técnica. Y más, en la honestidad bruta de sus respuestas: “Los medios eran precarios. Pero, además, me temblaba el pulso por la emoción de lo que estaba viendo”.

Acaso es difícil decir más de una ciudad, de un festival, de la creación, del cine. Pero no es un mero uso retórico, sino una constatación y una certidumbre afortunada: la de que el festival crece; y que, a pesar de sus progresos, sigue funcionando lo de siempre: mirar más allá del vestidor, de los pasacalles, de la zona noble; la trastienda. La vuelta al cine.

A ‘El año que nací’ se le advierte un enorme recorrido. Lo tiene todo, como clásico en sordina: un actor de culto, Álvaro Marenco, fallecido un día antes de Saura –con el que coincidió en ‘El Dorado’–; una historia que, según nos ratifica Daniel, alude al exilio, a la invisibilidad de las mujeres y de las víctimas silenciadas de la dictadura, a la narrativa de las telenovelas “en la que nos planteaban cosas tremebundas antes de ir al colegio”.

Y en la que es inevitable, con metáforas visuales, y bajo un guion que es universal –dos hermanos sin relación que se encuentran para asistir a la agonía de un padre dependiente– concitar a Orestes, a la Biblia y a los clásicos. Una película grandiosa a partir del cuaderno, que hace pensar, sentir. Más allá de las ceremonias.