MAKMA ISSUE #01
Opinión | Andrés Herraiz (investigador del departamento de Historia del Arte de la Universitat de València)
MAKMA, Revista de Artes Visuales y Cultura Contemporánea, 2018

La narrativa de Bauman (1925-2017), en tanto que producto de la contemporaneidad más absoluta, fluctúa entre el ayer y el hoy para terminar por convertirse en un texto premonitorio, traído desde el pasado más próximo para advertir al lector de las consecuencias de la vorágine en la que viene inmerso desde hace ya algunas décadas.

Hablar de Bauman es hablar de modernidad líquida, concepto ligado de manera inexorable al sociólogo y que ha sido el punto de partida de otros muchos estudiosos en torno al tiempo, la realidad y el individuo en su paso por ambos. El sociólogo y ensayista judío, de origen polaco, sin duda ha bebido de su propia tradición cultural y herencia hebrea para configurar, a través de la cosmovisión contemporánea, una explicación plausible a los procesos que hoy nos acontecen y que semejan dar forma a las dinámicas a través de las cuales nos relacionamos como sujetos. Inserto en este panorama, en cierta medida apocalíptico, el término “modernidad líquida” parece adherirse a todo aspecto de nuestra cotidianidad. Este concepto, en las antípodas de la resistencia a la que parece asociarse la “modernidad sólida”, remite a la impaciencia, a la futilidad del tiempo y al rechazo de la dilatación del placer en pro de sensaciones breves, pero intensas, mutables e inconstantes.

Página inicial del artículo publicado en MAKMA ISSUE #01.

Como respuesta a muchos de los interrogantes que nos plantea la modernidad líquida, inserta en la obra del mismo Bauman, se halla la idea de reajustar o resignificar la noción “tiempo”. En relación con esta resignificación de lo sólido en su paso a estado líquido, no solo el tiempo muta, sino que también la identidad será otro de los principales objetivos de esta modernidad líquida, que terminará por inundar todos los ámbitos del ser. Prueba de ello, en la última década hemos asistido al nacimiento de términos como el de “género fluido”, de Judith Butler. La idea orbita entre el repensar y subvertir la manera en la que concebimos la realidad en relación con el individuo del siglo XXI, aquel que transita entre los espacios “muertos” del tiempo y, en ultima instancia, fluye con los mismos.

A la hora de abordar la impaciencia como rasgo definitorio de nuestra sociedad, se torna imperativo acudir al factor “tiempo”, antes mencionado. El mismo Bauman hace referencia, en su texto ‘Los retos de la educación en la modernidad líquida’, a este ente abstracto como: “El tiempo es un ladrón”, situándose esta afirmación en las antípodas de la educación bajo la cual hemos crecido y en la que el tiempo no era algo que había que gastar o consumir de forma ansiosa, sino un bien muy preciado, áureo, y cuyo empleo habría de ser la consecuencia de meditadas reflexiones en torno a aquello que ha importado al individuo desde sus inicios: el yo y el mañana.

Acudimos, por tanto, a un truncamiento radical de nuestra percepción del mundo, cuyas grietas se extienden por los museos y galerías, por las redes y espacios en los que transitamos. Lugares en los que en la lejanía aún podemos escuchar los ecos que dejaban cada domingo los asiduos al arte de folletín. Hoy estos espacios han sido subvertidos y, siguiendo los principios de la liquidez más absoluta, albergan los happenings y performances que permiten al individuo fluctuar entre el ser y el estar. Ambos verbos, testigos del devenir de las sociedades hacia nuevos paradigmas, en los cuales el aquí y el ahora se resignifican en pro de un todo.

Portada de MAKMA ISSUE #01, a partir de una de las obras del proyecto ‘Caminos del deseo’, del artista y miembro de MAKMA Ismael Teira.

En este sentido, la sociedad que Bauman presenta se encuentra fagocitada por la cultura del readymade, la fastfood y el takeaway. Una sociedad donde los conocimientos, al igual que los cartones que cobijan los bienes que consumimos, son desechados por su valor, ya sea transitorio o efímero.

Uno de las paradigmas de la teoría de Bauman se encuentra en la figura del youtuber. Un ser divinidazo por los adolescentes (y no tan adolescentes), que invade sus hogares y se manifiesta como próximo, aunque se encuentre a miles de kilómetros. Un individuo capaz de decir que es #Trendy o que es #Mebajodelavida, solo con un click.

Llegados a este punto, se torna necesario ahondar en el giro a través del cual se genera un antes y un después, un nosotros y un ellos, la cabriola a través de la que uno pasa de ser de una generación a pertenecer a otra, propia de aquellos a los que la pedagogía contemporánea denomina “nativos digitales”. Estos planteamientos encuentran su paradigma en la figura de los hoy conocidos como “influencers”. La obra de Judith Butler ‘Deshacer el género’ ya advertía de las etiquetas que en cuanto a sexualidad terminaron por definir las identidades contemporáneas.

Hoy por hoy, la maniquea identificación hombre-mujer ha quedado obsoleta e, incluso, la polaridad heterosexual y homosexual ha terminado por quebrarse frente a la llegada de los #NoGender o del adalid de la modernidad líquida, que hoy denominamos “poliamor”.

Actualmente, podemos considerar que entrar en los pros y contras de las consecuencias de la modernidad líquida es una polémica con una obsolescencia muy próxima, pues en el tiempo que el individuo se debate entre las posiciones más continuistas de este tipo de planteamientos y modos de concebir el mundo, la propia fluidez de su realidad ya lo ha fagocitado y consumido. Muchos de los aspectos que subyacen en los planteamientos de Bauman nos hablan de los futuros utópicos de Huxley y las distopías de Orwell, las cuales no nos auguran un porvenir muy idóneo. Frente a esta situación, el individuo se encuentra delante de numerosas diatribas en las cuales apenas puede detenerse, terminando por verse imbuido por una realidad pseudoparanóica en la que el mismo tiempo le está echando mano a la cartera.

El artista Graham Bell como ‘Geyserbird’, proyecto de ‘Impure’, de la artista Anna Maria Staiano. Fotografía de Toni Cordero.

Andrés Herraiz