Tumbados a la bartola de lo cultural (V) portada

#MAKMAEstival | Tumbados a la bartola de lo cultural (V)
Con Alberto Gómez Font, Concha Ros, Álex Villar, Pablo Macías, Javier Martín-Domínguez, Emilie Lapeyre, Juanma Artigot, Manuel Aguilar, Jose Ramón Alarcón y Merche Medina

A ritmo dinámico de aquel ‘Amor de verano’ –icónica sintonía de despedida de nuestros estíos juveniles y azules–, vamos enjugando la lacrimosa nostalgia de partidas y hasta cuándos con promesas de regreso y nunca olvidos.

Pero mientras cargamos a la espalda de la memoria todos nuestros enseres, de camino a las escaleras de salida, aún queda tiempo para volver una última mirada hacia la orilla que nos vio retozar todas las primeras veces.

Por ello, desde MAKMA hemos invitado a algunos amigos y colaboradores, tumbados a la bartola de lo cultural, para que nos procuren un vistazo sobre el recuerdo inmediato de su mapa de asuetos por las travesías del descanso. Una última parada estival antes de emprender de nuevo.

Alberto Gómez Font. ‘Círculos que se cierran’

Durante los cuarenta días –cuarentena stricto sensu– de mi veraneo junto al mar se fueron cerrando algunos círculos de esos que, una vez completados, nos hacen sonreír al pensar en quién será la encargada o el encargado de que las sensaciones, los pensamientos y las vivencias se mezclen ordenadamente en un cóctel que bien se merece un cáliz de plata. Y fueron estos cinco:

1. Estaba en las costas de Tarragona y me dio por leer, a la sombra del toldo de la playa, ‘El infinito en un Junco’, y, cómo no, me deleité con los pasajes en los que la autora nombraba a personajes romanos nacidos en la provincia de Tarraco, que seguramente se pasearon, conversando en latín, por la playa donde yo gozaba del sonido de las olas.

2. El siguiente libro fue una recopilación –’El loco de las rosas’– de los primeros relatos del escritor tangerino de adopción Mohamed Chukri, que me trasladó, cómo no, a mi amada Tánger. Y mientras gozaba de su lectura me llegó un mensaje de otro tangerino que vive en El Vendrell, municipio al que pertenece la playa donde descansaba. Nos vimos y conversamos sabroso sobre la magia de la ciudad que nos une y sobre los amigos –muchos– que tenemos en común. Era la primera vez que nos veíamos…

3. Ya enfrascado en la lectura de un tercer libro –’Beber o no beber’–, del periodista británico Lawrence Osborne, tomé un tren rumbo a la ciudad de Manresa para visitar a una amiga, y justo cuando leía el capítulo dedicado a la absenta, el tren se detuvo en la estación de La Granada del Penedés, pueblo en el que, durante los años de la prohibición de esa bebida en Francia, Suiza y los Estados Unidos, se siguió elaborando y se comercializaba con las etiquetas en francés, para llevarla de contrabando al país vecino.

4. Llegaba ya el final del veraneo y busqué en los anaqueles de la biblioteca de la casa de la playa algún libro para entretener mis ratos en la arena y en la cheslón; fui a dar con una novela del Caballero Audaz titulada ‘Carmen Puerto’, y me sumergí en su lectura. La acción arranca en Gibraltar, ciudad sobre la que yo había hablado –del llanito, su lengua local– pocas horas antes en dos contextos: una charla en la playa con la vecina de toldo y una ponencia online en un congreso de correctores que se celebraba en Bogotá.

5. La mayor parte de la acción de ‘Carmen Puerto’ se desarrolla en Jerez de la Frontera, ciudad que visité y disfruté pocos días antes de trasladarme al la playa tarraconense, y no solo eso, sino que, además, algunos de los protagonistas –la familia Trent- son bodegueros, y se da la casualidad de que cuando estuve allí me invitaron a visitar una bodega y a degustar el fino, el oloroso, el amontillado y el palo cortado. Estuve en Jerez en carne y hueso y regresé a Jerez leyendo esa deliciosa novela rosa, muy bien escrita, por cierto.

Remate: ¡Vaya casualidad que el autor del libro anterior al del Caballero Audaz se llame Osborne de apellido y hayamos terminado paseando por Jerez!…

Concha Ros. ‘Reposar la mirada a medio camino entre Roma y el entusiasmo de la libertad’

Este de 2021 ha sido un verano a medio camino entre las ganas de salir de esta burbuja y el miedo a hacerlo y contagiarme, aunque finalmente las ansias de libertad inclinaron la balanza, así que me decidí a volar a Italia para deleitarme con los viejos ismos del siglo XX en la Galleria Nazionale d’Arte Moderna de Roma o con mi admirada Artemisia Gentilleschi en el Capodimonte de Nápoles, aunque, por supuesto, también con su irresistible gastronomía. El resto del verano ha consistido en mirar mucho el mar, tratando de oxigenar el cerebro lo máximo posible para enfrentar la nueva temporada, que se intuye poco aburrida.

Respecto a las lecturas que me han acompañado podría nombrar ‘El entusiasmo’, de Remedios Zafra, o ‘Pequeñas mujeres rojas’, de Marta Sanz, que había dejado reposando y que acabo de retomar. ¡Tan honestas ambas!

He tratado de evitar mirar demasiado cualquier tipo de pantalla, pero, aun sin querer, he visto películas reseñables, como ‘La infancia de un líder’ o ‘Luxor’. Muy diferentes entre sí, aunque con puntos de contacto como la religión, la política, el conflicto. Casi siempre van de la mano, ¿no es así?

Álex Villar: «Desde que dejé de ser perro de ciudad me alié con la naturaleza y la paz»

Desde que dejé de ser perro de ciudad me alié con la naturaleza y la paz. De este idilio surgió un verano de exposiciones, lectura y cloro. Dejé preparada la expo ‘Emergint’, que ha brillado este verano en la Sala de Algemesí, satisfecho de un arte fresco y rabiosamente joven. Y con la sonrisa torcida por el calor, salí rumbo a Prada (sur de Francia), para impartir el curso ‘Pais_atge, arte, naturaleza e identidad’ para la Universitat Catalana d’Estiu, con prestigiosas compañeras como Pilar Parcerisas, Enric Olivares, Santiago Pastor, Rosalía Torrent, Marta Pol, Pilar Tébar y Mau Monleón, Amparo Zacarés, Manola Roig, Celeste Garrido del Grupo Colectiva. Con este elenco de maestras respiré experiencias, sabiduría y belleza en el entorno privilegiado de los Pirineos Catalanes con el mítico Canigó de fondo.

Con la amorosa compañía de mi sobrina Emma (luz de mi vida) hice de peregrino a Toulouse, para poner una velita a Santo Tomás de Aquino y al Musée Fabré para saludar a Courbet y al Ángel caído de Cabanel. Y ya en la terreta, mientras supero la ansiedad por el aplazamiento del estreno de ‘Madres paralelas’, me emociono en el Museo de Bellas Artes con el Botticelli que ya va rumbo a París, con Renau y Mona Hatoum en el IVAM. Y, ahora sí, apurando los últimos latigazos de libertad, me sumerjo literalmente con ‘Unicornio’ en mi tesis sobre Rafael Armengol y la apropiación posmoderna de Juan Martín Prada.

Pablo Macías. ‘4.000 km de turismo (A)plomo con ínfulas de viajero’

4.000 km. Con obcecación rectilínea enfilas la autopista. Eslóganes turísticos copan las vallas publicitarias. Hay ansia de superar reticencias pandémicas. Se palpa en el ambiente desde la primera parada a repostar. El turista patrio se lanza al descubrimiento interior: mindfullnes ibérico en chanclas. Y tú, sin saberlo aún, sigues lo que dicta el algoritmo. Pero, espera, antes de partir, Kiko Veneno te despide desde el Teatro Cervantes de Málaga. Al de Figueres (un catalán muy fino) lo sigues desde hace más de veinte años. Pero este concierto es especial, se encuentra en estado de gracia. Atrapado en su ‘Blues de Menphis’ emprendes ruta. No conoces mejor forma de viajar que en carretera.

Los acentos cambian, los gestos también. Xixón te recibe con hospitalidad. Salpicas sidra entre amigos en alguna plaza del barrio de Cimadevilla. Sin pensar en el mañana te entregas a festines culinarios, como Marcelo Mastroianni en ‘La Grande Bouffe’. Pero sobrevives y buscas inspiración en el laboratorio de artes visuales y sonoras por antonomasia, el L.E.V. Festival. Un concierto: Fasenuova en el Teatro Jovellanos. Su propuesta no deja indiferente, apasiona a eruditos e hipnotiza a profanos. Que viva el ruido. Te diriges a la montaña; Covadonga y el mito de Don Pelayo. El libro de cabecera estos días no puede ser otro: ‘Reivindicación del Conde Don Julián’, de Juan Goytisolo.

De Cantabria a Euskadi hay un salto, como desde Santurce a Bilbao yendo por toda la orilla. Dos exposiciones en el Guggenheim; ‘Animaciones de Agua’, de Cecilia Bengolea, y ‘Los locos años 20’, un estimulante recorrido por seres y estares a los que siempre gusta asomarse. Donosti. Baños a primera hora en La Concha. En sus alrededores te cruzas con vecinos de porte distinguido tan solo ataviados con bañador y toalla. A tu paso hacen sonar las llaves de casa con forzado disimulo –eso de cruzar la calle y bañarse en La Concha debe dar estatus social–. Con sorna sigues su ejemplo cada mañana, tintineando la llave de vuestra casa rodante. Por unos días eres un vecino más. Acompañan dos libros, ‘Mohamed Chukri’, de Rocío Rojas Marcos, y ‘El libro de las palabras robadas’, de Sergio Barce.

Los Pirineos empiezan en Hondarribia. Primera parada, la Selva de Irati. El paisaje se torna salvaje a la par que acogedor. En la guantera un libro aguarda este momento, ‘Fiesta’, de Ernest Hemingway. Valle tras valle huyes de las rutas más concurridas. Buscas lagos de montaña, ibones en aragonés, estanys en catalán. Por fin llegas al Valle del Bohí. El románico lo absorbe todo, a ti también. El libro ahora es ‘El fuego invisible’, de Javier Sierra, Premio Planeta 2017. Es ameno y muy fácil –all ages– pero estás en Sant Cliement de Taüll y siempre te gustaron las leyendas del grial. En la furgoneta suena el que será el nuevo disco, aún sin publicar, de Trío Mudo. La prosa de LM Panero en las letras, la genialidad de Antonio y Damián en las composiciones musicales.

Rodeada de montañas se erige sobre el valle Puigcerdá, capital de La Cerdanya. Estás en su festival de cine, donde proyectan vuestro documental ‘(A)plomo’. Una película te sacude para bien; el documental ‘Pedra pàtria’, de Maciá Florit. Dos hermanos, dos caminos y una isla. Al terminar la proyección charlas con el director y sueñas con visitar de una vez Menorca, como hacían tus padres. Poco a poco dejas la montaña y retomas la altitud que más conoces. A nivel del mar, el Cap de Creus te recibe bravío. El agua es de color turquesa, la tierra abrupta y lunar, como un malpaís isleño. Un bar se sostiene sobre el acantilado mecido por la tramontana. Hay un concierto de los localesGin, con su folk-rock de tintes indies. Una versión sublima todo su repertorio, ‘So long Marianne’, de Leonard Cohen.

Mediados de agosto en la Costa Brava. Compruebas, una vez más, que las vacaciones de ferragosto son algo más que esa deliciosa película de Gianni Di Gregorio. Italianos y –especialmente– franceses colapsan los caminos de ronda que comunican la costa a pie. El paraíso convertido en pesadilla. Huyes. Desciendes por carreteras sinuosas. Los resorts y chalets dejan paso a campings y chiringuitos. En cada playa, una amalgama de cuerpos resplandecientes retozan sobre la arena. El último grito son las –pandémicas– gafas de buceo de Decathlon. Todo resulta bastante familiar.

Es hora de regresar. Sin pretenderlo, has seguido las máximas de los carteles turísticos de carretera. A saber: ‘Hora de sentirse libre’, ‘Conoce los paraísos cercanos’, ‘Reimagina tu verano’…

Enhorabuena, ya eres todo un turista con ínfulas de viajero. 4.000 km y aún estás a siete horas de casa.

Javier Martín-Domínguez. ‘Un verano en Marte’

No hay verano sin viaje. O no debería haberlo. Cuando el verano de 2020 nos dejó encerrados bajo la llave de la covid, sentimos el ahogo, porque el tiempo necesario de expansión, de viajes y sueños se quedó sin reloj. Rememoré mi último viaje, la escapada del fin de año del 19 al Tánger de mis amores, creyendo que no habría más escapadas. La profecía del maestro Bowles se hacía realidad: “Ya no se puede viajar, el viaje ya no existe”.

Ante tal reto de negaciones y nuevas esperanzas, hubo quien intentó el viaje mayúsculo, así que subidos al AVE rumbo a Barcelona iniciamos la aventura del verano con el más anhelado y más imposible de los destinos: un viaje a Marte. A los mandos del sueño, Jordi Costa, que desplegó mapas galácticos, imágenes siderales y una increíble parafernalia marciana para hacer verídico un sueño mayor que el de los multimillonarios americanos. Despegamos desde el CCCB en el Raval, marcianísimo, por cierto. Como dice mi querido Jacinto Antón, una exposición muy bibliófila. Un exceso de cartografía literaria para estos tiempos en los que la nueva generación no puede ni leer, absorta en su tablet. Da gusto sentirse marciano, escapista, underground, contracultural, sesentero…

En la misma Barcelona que nos invita a volar, nos instalamos en la nostalgia gracias a la recuperación ordenada de Pepe Ribas, babeando ante el amor libre, las comunas, los conciertos, el desnudo ibicenco, las alternativas…, la juventud rebelde y marchosa de aquellos años en los que deseamos y sentimos que el mundo iba a ser mucho más marciano. Ahora nos inunda la duda de si todo era diseño o si de verdad nos hicimos libres al menos por un tiempo.

Soñando en Marte, acompañado de los ojos ávidos de mi hijo, nos metimos en el mundo gótico de altura. Primero Gaudí. Las masas-menos-masas-de-ahora no son buenas compañías para una experiencia mística en la totémica Sagrada Familia. He vuelto al lugar de los sueños gaudianos años más tarde y lo he encontrado apastelado, excesivo, un gótico quizá más cursi que esbelto. En la cripta es donde se ve la verdadera esencia gaudiana, mientras que en lo último construido aparece un halo de modernidad mal entendida. Llámalo marciano. Los colores de sus vidrieras crean una sinfonía lumínica pop, lejana al sentido del éxtasis que provocan las de una catedral de León (tambien disfrutada este verano) donde los parámetros de dimensión y recogimiento alcanzan su cénit. Más nave para Marte que iglesia del alma, la S.F de G. es, con todo, inolvidable, y el esfuerzo por reinventar y afinar el gótico encomiable.

Sin este primer viaje catedralicio no habríamos hecho el resto de etapas. León, Palencia y, allí mismo, la gran experiencia de visitar la clásica Seo de Barcelona y subir hasta el tejado en un ascensor más que marciano. De repente, nos vimos pisando la columna vertebral del magno edificio, con las gárgolas y las agujas a mano, y con una Barcelona que lucía desde las alturas en todo su esplendor. A ras de tierra, era otra historia. La gran ciudad estaba legañosa, depauperada, mohína. Tan poco apta ya para los escasos turistas, que cierra por siesta a mediodía. Lo que no sucede ya ni en Madrid, que es una urbe a-lo-Nueva-York, que no sabe parar.

Sin abandonar el Mediterráneo, subimos a otra altura física y poética. Arriba del todo, la calmada ciudad de la Serra de Tramuntana, Deià, honra a sus difuntos, dándoles la parcela más alta del pueblo con la proa en la Cala y la popa en el Teix. Allí honramos la memoria del gran poeta británico del amor, del novelista de la historia, del sabio de la mitología Robert Graves. Fue la inspiración para encontrar la comida de los centauros, que bien espoleados, con una mezcla de malvasía y hongos escogidos, te pueden llevar a Marte y más allá.

Ha perdido Deià su esencia hippie, pero mantiene su perfil de ciudad anclada en un tiempo mejor, con sus casas bien alineadas y sin desperfectos masivos del turisteo que la acosa. Este fue el Marte de Graves, de Laura Riding y de Beryl Pritchard, también el de Mati Klarwein y otros amigos de los sueños. Permanece el pico del Teix y el circulo montañoso que arropa el paraje manteniendo bajo las estrellas un halo de pureza poética.

Entre estas cumbres de la Tramuntana y la monumentalidad gótica leonesa, palentina y barcelonesa, surca los cielos la nave que este verano nos llevó de nuevo de viaje, para otear los campos de Marte. El viaje, con permiso de papá Bowles, continúa.

Emilie Lapeyre. ‘Un viaje a la fronteras del verano para saborear el camino’

Un verano de viaje para saborear el camino, en furgoneta, dirigiéndome desde Valencia hacia el suroeste, con el único objetivo de ver Cádiz, improvisando las etapas de ida y vuelta. Una itinerancia bajo el sol y el calor, con el estricto mínimo impuesto por la furgoneta, con noches dulces y mosquiteras, con duchas desnudos al aire libre y vistas al Mediterráneo.

Viajar con este sentimiento de libertad y de fuerza tranquila, viviendo en el presente, nuestra casita sobre ruedas como refugio y punto de referencia único. Un viaje a las fronteras: frontera de Portugal, frontera de Marruecos. Fantaseando el otro lado y todo lo posible, multiplicando este sentimiento de libertad y de infinito.

Viajar intentando de no pensar mucho en lo que vendrá después, focalizándomee sobre las curvas de los cerros andaluces, las ventanas blancas de Cádiz y los campos de olivos. Viajar es contemplar y amar.

Juanma Artigot: «Un agosto algo angosto, pero finalmente a gusto»

Dicen que el verdadero reseteo vital ocurre con la llegada del calor y el habitual asueto estival. Si he de ser sincero, hemos tenido un comienzo vacacional algo enrevesado, confinado y accidentado, que ha desmontado toda la planificación prevista, pero una vez salvadas las adversidades, en el ecuador vacacional llegó el momento del viraje. La ola de calor nos conminó a itinerar por lugares donde pasar la canícula de la manera más agradable posible, es decir, a la búsqueda de llevaderas temperaturas y el aire seco, pero fresco, de las montañas.

Carretera y manta (morellana), pues, cruzando paisajes dels Ports, Matarranya o Aigüestortes, para acabar de apurar este octavo mes del año en tierras pirenaicas y deleitarnos con la frondosidad y exuberancia de sus caras norte. Baños de bosque (alguno también de mar), lecturas aparcadas que vuelven a la mesita de noche, momentos para la reflexión, encuentros familiares y visitas a amistades armonizan en este periplo estival.

El maravilloso y necesario ensayo epistolar ‘Frágiles’, de Remedios Zafra, el imprescindible Santiago Alba Rico con ‘Ser o no ser (un cuerpo)’, los viajes y vivencias de Ryszard Kapuściński en ‘Los viajes con Heródoto’ o el realismo sucio de los relatos de Raymond Carver acompañan este descanso veraniego. Y, por supuesto, la música, que nunca deja de sonar como banda sonora de viaje y esperados encuentros.

Un agosto algo angosto, pero finalmente a gusto.

Manuel Aguilar. ‘Un tórrido verano entre suplicantes, redes púrpuras y verdugos berlanguinos’

He pasado un agosto insoportable como nunca en Madrid; con deciros que cuando me he ido a Mérida no podía creer que la ciudad extremeña estuviese más fresca… Mi experiencia allí ha sido fabulosa, tras la invitación para acudir a la clausura de su festival de teatro clásico, con el fin de asistir a la representación de ‘Las suplicantes’, una adaptación impresionante de Silvia Zarco a partir de las obras de Eurípides y Esquilo, en la que sobresalen la soberbia actriz y queridísima amiga María Garralón, que interpreta a Corifeo, madre de las suplicantes, y la excelente música original de un jovencísimo Eugenio Simoes.

Durante el verano, igualmente, he disfrutado con la lectura de la trilogía de Carmen Mola –’La novia gitana’, ‘La Red Púrpura’ y ‘La Nena’– y he podido revisitar, gracias a MAKMA, los ecos de ‘Muerte en Venecia’, de la sobrecogedora interpretación de Dirk Bogarde y de la elegancia de Silvana Mangano, pero, sobre todo, de la figura efébica de Tadzio en el documental que se adentra en las luces (y sombras) del actor que le dio vida para Luchino Visconti, Björn Andrésen.

Y he cerrado estas minivacaciones visitando la exposición ‘Berlanguiano‘, en la Academia de Cine, al calor del centenario de Luis García Berlanga, de quien he vuelto a ver (y van ya innumerables veces) ‘El verdugo’.

Jose Ramón Alarcón. ‘Retornar a casa sin vacíos alegóricos ni orientaciones hegelianas’

Entre vacíos alegóricos y orientaciones hegelianas, el filósofo Byung-Chul Han asevera en su celebrado ensayo ‘La desaparición de los rituales’ que estos “se pueden definir como técnicas simbólicas de instalación en un hogar. Transforman el ‘estar en el mundo’ en un ‘estar en casa’”.

Y así vienen siendo, indefectiblemente, mis últimos veranos; rituales que atesoran, además, la singularidad emocional de un retorno a casa, a aquel norte (Gijón) cuya distancia (entre geográfica e idiosincrásica) solidifica el anhelo estacional del regreso y que un servidor mantiene, con regularidad de metrónomo, cuando los julios asoman con virulencia de centígrados y el paseo civilizado (de chaleco y mocador) se hace implausible sobre el asfalto levantino.

Asturias nos uniforma (a Medina y a mí) de Semana Negra, de recreo familiar a la sombra del Puente Romano de Cangas de Onís, de letizias y mingolates en Ribadesella, y de tortilla de patatas y cava en Casa Víctor –nuestro retiro (in)clandestino de Somió– o un blanco de las Azores con esturión ahumado en las haciendas de Coalla (en plena ruta de los vinos de Gijón).

E irrumpe la canícula de agosto en el Valle de Ayora, que exige dilatada siesta camilojoseceliana (en cueros, por su puesto), entre la prensa escrita y el vermú con boquerones en vinagre de las doce y el paseo nocturno para aligerar la cena y refrescar la madrugada.

Por el camino estival, leo ‘Contra la España vacía’, de Sergio del Molino; ‘Jean Genet, mentiroso sublime’, de Tahar Ben Jelloun; ‘Color local’, de Truman Capote; ‘Mohamed Chukri’, de Rocío Rojas-Marcos; ‘La amistad de dos gigantes’, ubérrima correspondencia entre Miguel Delibes y Francisco Umbral; y confiero epílogo lector al verano de asueto con la undécima edición (¡qué barbaridad!) de ‘Feria’, de Ana Iris Simón.

Y para cultivar la mirada (sedentaria y audiovisual), transito por la siempre sugestiva programación de Atlàntida Mallorca Film Fest, en Filmin, descendiendo al averno de ‘El chico más bello del mundo‘, de los cineastas suecos Kristina Lindström y Kristian Petri; a la cerval Polonia comunista que ofrece ‘An Ordinary Country’ en clave de found footage; pongo rumbo a la más extrema Siberia oriental en compañía de esa realidad mágica y adolescente con la que ‘The Whaler Boy’ atraviesa el Estrecho de Bering; y retorno, al fin, a aquellas primeros ritos del mundo analógico haciendo un click sobre las viejas Polaroid con ‘An Impossible Project’.

Ahora sí, nos vemos/nos leemos en septiembre, que la Feria del Libro de Madrid, Abierto València, nuestro ‘Centenario Berlanga’ en papel en la Casa de América, SINDOKMA y el II Premio Internacional de Carteles MAKMA, entre otras perlas, nos aguardan (Torres, Teira, Medina, tomemos vitaminas que vienen curvas…).

Merche Medina. ‘Mi magdalena de Proust’

Siempre he tenido el sentido del olfato muy desarrollado (la pituitaria me juega buenas y malas pasadas) y sus efectos me han acompañado desde antes, siquiera, de tener conocimiento de la existencia de Proust y sus metáforas de lo límbico.

No existe ni una sola de mis vivencias actuales y recuerdos inmediatos (o pretéritos) donde el olfato no haya tenido un desmedido protagonismo. El perfume de protectores solares que me trasladan a mis veranos escolares con vacaciones interminables, excursiones, pozas silvestres, atracciones de feria (y otras seducciones posibles) y bocadillos de mamá para merendar, entre aromas de Copertone, cloro piscinero, chapuzones, gusanitos, charlas infantiles, Farala, las primeras cenas, el primer beso, el primer cigarrillo y mi pandilla. Absolutamente todo trufado de esencias a tierra, pino carrasco y humo de torrá, en las tierras ayorenses de Mencía de Mendoza.

Desde hace unos años, he incorporado otra magdalena, ese olor a mar que perfuma la primera parte de mi estío y que comparto con Alarcón (sin desmerecer la individualidad, los placeres compartidos siempre suman y se subliman).

Así pues, haciendo gala de los tópicos emparentados con mi signo zodiacal, mi verano ha transcurrido entre hamacas de playa, atardeceres cantábricos, surferos de secano, ocultos placeres gastronómicos (porque, como decía mi abuela, “de la panza sale la danza”) y un sinfín de lecturas con las que me he deleitado y que –cual asignaturas pendientes– he podido acometer y concluir justo hoy, el último día de agosto.

Necesitaba, deseaba leer por placer (y no por trabajo), reencontrarme con sus bienllegadas secuelas, esas que te abstraen y te conducen por otros lugares con los que emparentarse y a partir de los que viajar (ejercicio que tanto hemos echado de menos).

Algunas lecturas compartidas con Alarcón (Truman Capote, Tahar Ben Jelloun, Rocío Rojas-Marcos y Ana Iris Simón) y otras como ‘La gran demencia’, de Laury Leite (Huso) y ‘Tarada’, de Carolina Sarmiento (Pez de Plata), cuyas vesanias son solo circunstanciales. Y entre medias, desentenderme de la mirada escrutadora de la edición y releer sin filtros ‘El bien más preciado‘ (MAKMA | HojasDeBisturí), de Javier Valenzuela.

También tuve tiempo para algún descubrimiento seriéfilo, como ‘La directora’, en Netflix, que, cómo no, devoré de una vez y junto a mi partenaire, al desnudo abrigo de ventanas abiertas y ventiladores de pie, y que me mantuvo un tiempo pensativa en las cuitas académicas, decadencias universitarias y miserias tiránicas de lo millennial.

¡Upsss!, creo que mejor voy a zambullirme en la piscina, que todavía me quedan algunas horas de asueto alejada del cosmos urbanita…

Tumbados a la bartola de lo cultural (V)
De camino a la salida del verano, entre nostalgia de partidas y hasta cuándos con promesas de regreso y nunca olvidos. Foto: Merche Medina.

Merche Medina