Emilio Lledó Íñigo
Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2015

Perfilada de un anunciado debate político y social,  concluye la XXV edición de los Premios Princesa de Asturias -primera tras el cambio de denominación-. Se disuelven progresivamente los protocolos y se enfría el exaltado pulso de actividad que ha regentado la ciudad de Oviedo y el Principado de Asturias durante cinco jornadas de hálito cosmopolita y ciertas dubitaciones locales.

De entre la nómina de galardonados del presente año, allende los sonoros y merecidos focos de Hollywood o la cacofónica ausencia de dos pilares fraternos del juego interior norteamericano, deambula sobre las tupidas y húmedas alfombras del Hotel de la Reconquista la sombra octogenaria de un pensador de lúcida sencillez y espíritu docente sempiterno.

Emilio Lledó (Sevilla, 1927), Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, atraviesa la Cordillera Cantábrica para reportar norte, con su porte de sur y olvidado acento de Triana, nutrido de una longeva trayectoria como revisitador hermeneuta de la Historia de la Filosofía, amén de un vívido adalid de la relevancia académica y cultural del objeto de estudio de la Filosofía del Lenguaje, influido por el magisterio de la ‘escuela de Madrid’ de un joven Julián Marías, la impronta de Hangs-Georg Gadamer y su ‘Verdad y Método’ o la proximidad, siendo alumno, del filólogo clásico alemán Otto Regenbogen, durante sus interrumpidos períodos como estudiante y docente por tierras germanas, así como en sus cátedras de la Universidad de la Laguna, Barcelona y la UNED.

Tras contemplar su obra pictórica respectiva como galardonado en la exposición del pintor Marcos Tamargo -artista que por quinto año consecutivo se encarga de realizar los retratos de los ocho premiados en las distintas categorías-, Emilio Lledó tiene a bien conversar con Makma y reflexionar sobre algunas cuestiones capitales de su pensamiento pedagógico, antes de partir y regresar a las exigencias de su ‘l’ (ele minúscula) en los butacones de la Real Academia.

Emilio Lledó y Marcos Tamargo.
Emilio Lledó conversa con el artista Marcos Tamargo frente a la obra que este último ha pintado con motivo de su galardón. Fotografía: Merche Medina.

Durante este lapso de tiempo transcurrido desde el anuncio del premio hasta el solemne acto académico de entrega, ¿en qué medida todo este proceso ha podido influir o modificar el ámbito de su trabajo y, por supuesto, cómo ha experimentado la relevancia y magnitud de este reconocimiento?

Ha sido muy impresionante. El adjetivo ha sido un poco trivial, pero muy mutante y muy distinto de la vida normal que uno lleva de trabajo, etc. Es una alegría también, en un mundo que hay que promover, no tanto por mí, como agraciado de un premio, sino que, con independencia absoluta de mi propia persona, creo que las humanidades, la comunicación y los mensajes, el arte, la educación de la sensibilidad -que tienen que ver con las humanidades- son algo no sólo necesario, sino imprescindible para el desarrollo de una sociedad moderna y saludable que quiera pensar en su desarrollo, plenitud y progreso.

En el contenido de su discurso, tras la recepción del premio y durante las jornadas precedentes, ha hecho un explícito diagnóstico de las necesidades y desequilibrio existentes en la actualidad respecto de la transmisión de conocimiento, supeditándolo decisivamente a la labor de los medios de comunicación. ¿Considera que se presenta un porvenir al respecto mucho más plausible del que se dibuja en la actualidad o, en cambio, debemos esperar un horizonte futuro escasamente prometedor?

No. Yo quiero creer que hay un futuro, una posibilidad de amplitud y un cultivo de eso que llamamos Humanidades, pero eso depende, no tanto de mis propios y nuestros deseos individuales o parciales, sino de la educación, de los programadores de la política educativa de un país, siendo esto importantísimo. Que los que tienen el poder de organizar la cultura se den cuenta del material tan delicado, sensible e importante que es ese cultivo de la cultura, valga la redundancia. En este sentido, los que nos movemos en el mundo de la vida intelectual, por así decirlo, aunque no signifique nada para el poder (o confiemos en que signifique bastante), tenemos que estar insistiendo continuamente en la necesidad de que se den cuenta de la trascendencia de este cultivo. La riqueza de un país (como he apuntado otras veces) es su cultura, no sólo la riqueza material y concreta.

Atendiendo a su predilección por el magisterio de los eximios filósofos griegos, durante la Antigua Grecia el sentido primigenio de «felicidad» (eudaimonía) -consecuencia de la posesión material y relacionado con el concepto de posesión- se transforma para emparentarse con un concepto de ser alejado del acaudalamiento personal. ¿Hemos retornado o quizás no haya cambiado esa primera acepción vinculada con el materialismo y el utilitarismo?

Sí. Precisamente porque estamos en una sociedad de consumo, donde hay tantos bienes consumibles, todo ello es un peligro para el ser. Nos parece que ser es tener y, en cambio, no basta con tener. Debemos pensar que hay bienes inmateriales -que no se pueden tomar con las manos, que carecen de materia- que son deseos e impulsos, que son renovaciones. En este sentido, el futuro tiene que ser el cultivo de esa esperanza, si no no merecería la pena. Una sociedad convertida en puro tener, acaba consumiendo al consumidor.

Atendiendo a su docencia filosófica, esa concepción del ser debe partir o así lo hace, ineludiblemente, del lenguaje -germen de la construcción del pensamiento-. En base a ello, en los nuevos modos o la morfología que nos es más coetánea se visibilizan numerosas carencias -en cuanto al ámbito pedagógico se refiere. La capacidad léxica y, por tanto, de la comprensión, de la construcción de lo cotidiano y, por ende, de lo real, se desequilibra. ¿Cuáles serían las coordenadas que consideraría más adecuadas para remediar esta situación presente y consolidar una nueva programación educativa?

La educación y el amor por el descubrimiento de la lectura. Hacer que desde la escuela los niños lean, pero lean textos literarios, sin ser preciso que estos sean textos muy importantes. Pero, insisto, que lean, aunque sean cuentos. Que el pensamiento fluya y no quede limitado a pequeños flashes de información (eso no es cultura en absoluto ni desarrollo de la vida intelectual).

Sin embargo, es curioso que usted, sus contemporáneos y cuantos le han precedido se ha educado en férreas disciplinas educativas. Parece inimaginable, hoy en día, ver a un a joven estudiando latín o griego clásico, incluso a los nueve o diez años.

Emilio Lledó entrevistado por Jose Ramón Alarcón.
Emilio Lledó durante un instante de la entrevista con Jose Ramón Alarcón. Fotografía: Merche Medina.

Bueno, a lo mejor es una desgracia no verlo, porque yo lo he estudiado y, posteriormente, las lenguas clásicas más a fondo. Para mí es un enriquecimiento fundamental en mi propia educación. No concibo que pudiera estar alejado de ese mundo clásico, que ha sido un sustento durante toda mi formación.

¿En qué momento surge en usted esa inquietud por la Filosofía, antes de ser cursada en la Universidad y trasladarse, posteriormente, a Alemania?

Me interesaba de una manera muy inconsciente. Quizás entender el lenguaje, las palabras que tienen que ver con la filosofía: verdad, mentira, engaño, odio, amor, etc. Todo eso me llamaba la atención. Después me fui encaminando por ese derrotero, en el que he sido muy feliz.

Para concluir e inquietado personalmente por cómo transmitir todo ese conocimiento a los más jóvenes, ¿podría indicar alguna lectura recomendable, fundamentalmente de contenido filosófico, de mayor cuerpo o densidad?

Por ejemplo, leer diálogos de Platón, pero sobre todo leer literatura. Tal vez los diálogos exigen una mínima formación. Leer el Quijote, a Jovellanos o a Clarín.

Emilio Lledó.
Emilio Lledó, Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades. Fotografía: Merche Medina.

Jose Ramón Alarcón