Tennessee Williams y Truman Capote. Ilustración de Kai Marrón.

‘Truman & Tennessee: An Intimate Conversation’, de Lisa Immordino Vreeland
Con Truman Capote y Tennessee Williams
Voz: Jim Parsons y Zachary Quinto
81′, Estados Unidos | Fischio Films
DocsBarcelona 2021 | Filmin

“Todos queríamos ser conocidos”, confesaba el dramaturgo de Misisipi Tennessee Williams, para quien “la fantasía de la afirmación empieza cuando eres el mariquita del que se ríen en el patio del colegio y en clase”. Una traumática experiencia educacional reconvertida en punto de partida del fervor existencial y creativo de dos epítomes de la literatura amanecida al uliginoso sur –bíblico y cacofónico– de Estados Unidos, que atraviesa el delta queer de la celebridad artística de la segunda mitad del siglo veinte: Truman Capote (1924-1984) y Tennessee Williams (1911-1983).

Dos autores limítrofes en lo cronológico y excepcionalmente sincrónicos en inquietud, influencia y ocaso, cuyas obras respectivas (prolífica y febril la de Tennessee; intermitente y sardónica la de Capote) encontrarían refulgente acomodo en la escena noctívaga del Manhattan de la posguerra –epicentro a partir del que asaltar el elíseo de la perpetuidad–.

Tennessee Williams, Truman Capote, 'Truman & Tennessee: An Intimate Conversation', de Lisa Immordino Vreeland, DocsBarcelona

Y a tales predios de (disímil) ascendencia sobre sus contemporáneos, que trasciende la mera simultaneidad, se acerca la cineasta parisina Lisa Immordino Vreeland –venturosamente distinguida por sus documentales ‘Diana Vreeland, la mirada educada’ (2011) y ‘Peggy Guggenheim: Art Addict’ (2015)– en ‘Truman & Tennessee: An Intimate Conversation‘, filme que forma parte, fuera de concurso, de la presente edición de DocsBarcelona, cuyo cronograma ultima su devenir citadino (y online a través de Filmin).

Desprovista de las intenciones propias del biopic, Vreeland equilibra el paso confrontando la consanguinidad clarividente y adictiva de ambos autores, recurriendo a un lujuriante material audiovisual –ambos pasearon su verbo confesional por The David Frost Show a finales de los años 60– y a la voces de los actores Jim Parsons y Zachary Quinto –quienes encarnan a Capote y Williams, respectivamente–, brindando prosodia a sus fecundas declaraciones en entrevistas, misivas y artículos frugales que nutrieron las revistas in durante aquel dilatado y convulso período del proscenio cultural estadounidense.

“No creo que lo que un artista usa como tema sea tan importante como la forma en que lo usa. Un buen artista puede coger algo normal, y con su simple habilidad y voluntad lo convierte en arte”, enunciaría un lentificado Capote. Una sentencia de naturaleza universal en la que, por descontado, se acomodan la cosmogonía chejoviana de Williams y el acervo estilístico de un Truman de trémulas y supervivientes pulsiones cosmopolitas.

Si la obra de Tennessee Williams hubo conectado de un modo preeminente con la concepción literaria y escénica entre sus contemporáneos europeos, el universo capotiano habría de asentar un ejercicio de innovación cuya radiografía de la calima social (urbanita y rural, deleitosa y homicida) solidificaría los mimbres de un insólito modo de otear y transcribir los estímulos de aquel sempiterno presente.

“Estaba celoso de cualquier otro escritor ue representara su obra] en la misma manzana de Broadway que yo”, revelaría Tennessee. “Toda mi vida ha estado dominada por los celos. Es incontrolable. Es clave en mi personalidad”, admitiría Truman.

Sin embargo, es bajo el overol literario donde debemos encontrar la coexistencia de sus inquietudes gravitacionales, erigidas en territorio para la afinidad: su desabrigada y eximia atención a la homosexualidad, el abolengo dipsómano, los baños napolitanos de canículas y arquitectura –por donde garbean el torso junto a sus amantes Frank Merlo (Williams) y Jack Dunphy (Capote)–, o el ostentoso chinchín crepuscular de la café society.

Tennessee Williams y Truman Capote. Ilustración de Kai Marrón.
Tennessee Williams y Truman Capote. Ilustración de Kai Marrón.

Jose Ramón Alarcón