Herminio Molero
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El confinamiento le pilló recién llegado a Cuenca. Hace ya tiempo que no vive en Madrid. Los últimos años residió en el pueblo que le vio nacer en 1948 (La Puebla de Almoradiel, Toledo); allí se montó su estudio y dejó que la naturaleza marcara su ritmo: “quise alejarme un poco del ruido cultural que en ese momento me saturaba y, de paso, apartarme de adicciones que me hacían daño”. Pero por cuestiones prácticas –“quitaron el autobús y yo necesito ir a Madrid a menudo, estar conectado”– decidieron su traslado, eligió Cuenca y allí piensa quedarse.

A la ciudad le unen memorias de infancia, vive en una casa que le trae recuerdos de un piso que compartió en la madrileña calle Antillón, donde pasó tiempos felices en los años setenta. No para de pintar, leer, trabajar en próximos proyectos y dar largas caminatas por los alrededores del Júcar. Vive aislado del jaleo y del ruido, pero tiene la estación a menos de cien metros de casa para salir pitando (si la pandemia nos deja) a cualquier evento, exposición o lugar que le apetezca.

Herminio Molero, artista plástico, músico, poeta, actor, integrante de grupos artísticos imprescindibles ya en la historia del arte contemporáneo español, fundador de bandas de música como Radio Futura, compositor de canciones y versiones tan icónicas como ‘Enamorado de la moda juvenil’ o ‘Divina’… y muchas cosas más, sigue siendo una fuente de inspiración y modernidad en estos momentos vulnerables teñidos de distopía e incertidumbre.

Hablar con él sobre su vida es sumergirse y avanzar a través de medio siglo de contracultura de este país. Aunque a su nombre se le relaciona más con la movida de los 80, esta entrevista indaga en las décadas anteriores, en los años del franquismo, en la etapa de la Transición, en los primeros tiempos de la democracia. Su relato está salpicado de nombres, lugares y acontecimientos que hoy pululan en el imaginario colectivo de esa época como destellos de vanguardia.

Y es que Molero siempre estaba ahí. Quizá el foco no le iluminó directamente y los que destacaron más fueron los que estaban a su lado (Pedro Almodóvar, Santiago Auserón, Guillermo Pérez Villalta, etc.), pero su talento fue provocador de uniones artísticamente fértiles e incitó y precipitó brechas de acción y pensamiento libre.

Él asume esa omnipresencia con filosofía, “curiosidad, azar, encuentros…, que me llevaron a lugares no comunes. Como decía John Lennon: ‘La vida es eso que pasa mientras hacemos otros planes’”, y asume un papel de secundario en la escena –“siempre me atrajo el papel del esclavo Lucky de ‘Esperando a Godot’”–.

Esa media luz bajo la que se mueve con soltura le ha permitido decir lo que quiere, relativizar todo desde una mirada lúcida que aún se reconoce en sus sueños de adolescente, exprimir sus días de éxito y sortear como superviviente que es sombras y frustraciones.

Repasamos en esta charla algunos recuerdos, sus primeras conexiones con la música, el teatro y la poesía experimental, su visión sobre el hippismo, la nueva figuración madrileña, la Movida…

Estos últimos meses, Herminio Molero anda centrado en su próxima exposición. Algunos de sus mandalas de los años sesenta se han podido contemplar hasta hace unos días en el Museo Reina Sofía. Durante las últimas décadas, museos y colecciones privadas se interesan por sus cuadros y sus obras de juventud. Y es que su trabajo, sus archivos, junto a su memoria y sus narraciones, se hacen imprescindibles para construir el recuerdo de una época que marcó y sigue marcando a varias generaciones.

Herminio Molero. Fotografía de David Cervera.

En los años sesenta Pedro Almodóvar y tú ya experimentabais con el teatro, el lenguaje y la música. ¿Cómo os conocisteis y cómo fueron esas primeras actuaciones?

A Pedro lo conocí a través de Jesús Ordovás, que era del barrio de la Concepción; toda mi familia es del barrio de Quintana, que está al lado. Andábamos siempre por allí, entre un parque grande y una biblioteca que era muy buena entonces. En la pandilla estaba también Fermín Cabal, el autor de teatro, que tenía uno de los mejores chalés del barrio, y cuando salían sus padres íbamos allí de farra y a escuchar discos de Dylan. Fermín tenía una hermana guapísima, que nos llevaba a todos locos –y eso capta mucho [risas]–.

Yo ya estaba haciendo happenings, quería liar a gente…, y Jesús me dijo: “Conozco a alguien que te puede interesar porque piensa igual que tú”. Me presentó a Almodóvar y enseguida “pegamos la hebra”.

Yo tenía afán de escenario y en la época con Pedro estaba muy en boga el ‘Living Theater’ de Judith Malina y Julian Beck, y nosotros hacíamos una especie de relectura. A mí me impresionaban mucho las pintas que llevaban. Yo, desde crío, escribía poesía porque me atraían esas fotos que salían en los libros, veía a Ibsen con esas patillas, los románticos con esas melenas… Siempre me ha dado mucha información la imagen –el look, que se dice ahora–, me sigue llamando.

Pedro y yo nos hacíamos muchas fotos, salíamos a la calle como estrellas de rock, también tuvimos acceso a grandes fotógrafos. Uno de los que anduvo mucho con nosotros fue el fotógrafo de París Match en España en ese tiempo, que era japonés, Matsumi Tokoi. La mayoría de esas fotos me las compró José María Lafuente para su colección y se han expuesto en el Círculo de Bellas Artes.

Hicimos tres espectáculos Pedro y yo. El primero tuvo lugar en lo que luego sería la sala Morasol; era de Samuel Beckett –que fue uno de mis primero mitos, antes que Dylan–, una versión de hora y media sobre una de sus piezas cortas que a mí me fascinan, ‘Va-et-vient ‘ [‘Va y viene’], que dura 5 minutos. La extendí, añadí texto, era la misma obra hecha muchas veces seguidas en el mismo espectáculo bajo enfoques y lenguajes distintos.

En ese momento coincidió también que el Instituto Alemán estaba dirigido por Helga Drewsen, agregada cultural de la embajada, que apoyaba mucho los proyectos experimentales. Fue un personaje muy importante en la cultura madrileña de aquellos años. El instituto, que estaba en un palacete por el barrio de Salamanca –luego se trasladó a un edificio más grande que estaba por la Castellana–, financiaba este tipo de actos y, sobre todo, tenía un auditorio maravilloso.

Enseguida me interesó aquello por el lado de los happenings. Yo, a los 14 años, en el instituto ya interpreté ‘Esperando a Godot’ (luego me enteré de que era la segunda vez que se representaba esta obra en España). Tuve unos profesores muy buenos, recién licenciados, que venían con ideas nuevas, influidos en parte por el legado que había dejado la Residencia de Estudiantes. Se montó un grupo de teatro y yo, por supuesto, me apunté enseguida.

Tengo fotos muy curiosas. Hay una en ‘Esperando a Godot’ interpretando a Lucky, el esclavo. Me dieron a elegir un papel protagonista pero yo elegí ese, sí, ese personaje me ha tirado siempre. También hice el decorado, me curré mucho el arbolito, era todo un estilismo. Me he quedado con ganas, ya de mayor, de montar un ‘Esperando a Godot’ e interpretar el mismo papel.

También hicimos ‘Los justos’, de Albert Camus, que básicamente es un canto al terrorismo y que aun hoy tiene problemas para representarse en París. La censura no se enteraba, pensaría que eran juegos de niños. De esa manera me acerqué al teatro del absurdo –que a mí el nombre siempre me pareció maravilloso– y conocí obras de la vanguardia francesa.

Herminio Molero, a los 15 años, interpretando ‘Esperando a Godot’ en el instituto. Fotografía cortesía del artista.

También en el Instituto Alemán participarás en varias exposiciones y encuentros con la Cooperativa de Producción Artística y Artesana, uno de los colectivos clave para entender el desarrollo de la poesía experimental en este país.

Cuando yo vuelvo de mi primer viaje de juventud de París en 1966, a los 17 años, Ignacio Gómez de Liaño ya tenía montada la Cooperativa con Manolo y Enrique Quejido; los cuatro nos conocíamos del Instituto Cardenal Cisneros. Ignacio tenía uno o dos años más que yo y él fue el que contactó con el Instituto Alemán para organizar actos relacionados con la poesía concreta. Traían a gente muy interesante, vinieron grandes nombres de la poesía experimental alemana como Max Bense o Eugen Gomringer, por ejemplo.

Recientemente, en el Museo Reina Sofía, se ha podido visitar la exposición ‘Ignacio Gómez de Liaño. Abandonar la escritura‘, en la que había muchas referencias a la Cooperativa y donde se mostraban, además, obras tuyas como los mandalas, un tema recurrente en tu trabajo a partir de los años sesenta. Háblanos de cómo surge esta serie.

Como casi todo en mi vida…, por casualidad. Es que a mí la inspiración o la casualidad me suelen pillar trabajando [risas]. Si me atribuyo alguna virtud como artista que no estudió nunca Bellas Artes, ni tengo estudios reglados ni en la pintura ni en la música, es la de andar siempre con la antena puesta.

Esa obra titulada ‘Tomato Sunset Tomato’ es una generación, una serie. En la exposición estaba colocada fatal, cogí un cabreo… Es una obra modular –de nueve módulos–, y cada comisario la cuelga como quiere, sin consultarme. En la exposición de ‘Los Esquizos‘, de 2009 –también en el Reina Sofía–, se colgó maravillosamente. Esa obra es un elogio, un canto al viaje de ácido de LSD; narra el viaje, por eso es importante cómo se coloque. Es el viaje alucinógeno, pero también juego con la metáfora del viaje físico.

Haciendo un traslado, al final aparecen unas puertas dibujadas (yo entonces no era muy figurativo) que se abren al final buscando la iluminación, las puertas de la percepción de las que habla Aldous Huxley en el libro donde cuenta su experiencia con LSD [‘Las puertas de la percepción’, 1954] –fue el primero que lo probó, ya que era amigo del médico suizo Albert Hofmann, que descubrió el ácido investigando sobre la anestesia–.

Yo buscaba esas puertas, y me inventé unos diseños que buscaban demostrar lo que es indemostrable; di con círculos que giraban para un lado y a la vez giraban para otro, en un juego circular. Yo, entonces, no sabía nada de mandalas, pero al poco tiempo, ese mismo año 1971 en el que acabo la mili, hago un viaje a Londres de tres o cuatro meses con Pedro Almodóvar, y estando allí –era la época hippie y estaba muy de moda todo lo referente al orientalismo–, en el Victoria and Albert Museum viendo cosas (juraría que eran persas, no hindúes), me encuentro exactamente los mismos dibujos que yo había hecho.

Me fascinó que mi dibujo, que definía un viaje psicotrópico occidental, fuera igual que la representación de lo que todos andábamos buscando en ese momento, flirteando con el yoga y esas cosas, la expresión del dharma, la iluminación. También entonces aprendí que había una representación acústica que era el mantra, lo que ofrecía una dicotomía entre lo visual y lo acústico. Eso me ha llevado a muchos sitios, como dos serpientes que se van cruzando.

Si te das cuenta y analizas esa obra del ‘Tomato Sunset Tomato’, la base son unas letras rojas que aluden a la poesía concreta y que juegan con esas dos palabras: ‘Sunset’ y ‘Tomato’, que hacen referencia a los nombres que tenían los ácidos puestos con esa gracia poética del hippismo. Cada uno tenía sus graduaciones; uno se llamaba ‘Baby blue’, que venía de una canción de Bob Dylan (ese era el más suave); luego pasabas al ‘Orange Sunshine’, que era el que más se tomaba por aquí y luego estaba el Purple Haze como la canción de Jimi Hendrix, siempre eran nombres de canciones.

Del azul al rojo subía la intensidad y yo me inventé uno que era el ‘Tomato’ jugando con el sentido del humor y esas letras rojas que hacen la curva del yin yang. Si observas bien, se separan y juegan –como serpientes–; encima hay unas figuras que te van contando el trayecto y, a mitad del viaje, hay referencias a la iluminación con la palabra ‘Mazda’, que era una marca de bombillas. De ahí salen los mandalas, luego me fui interesando cada vez más. En Londres había mucho despliegue de pósteres de mandalas orientales y compré unos cuantos que más tarde estuvieron colgados en la comuna de Ibiza.

Herminio Molero, a los 18 años, en Burgos. Fotografía cortesía del artista.

¿Cómo fue tu experiencia en la comuna de Ibiza, qué recuerdas más de esos años hippies?

Fue una realización para mí, una apuesta muy fuerte. Fue en el año 1972, cuando terminé la mili. A Ibiza me fui, no a montar una comuna. Me fui con mi novia, que ya tenía dos hijos (que esa es otra). Se ha hablado poco de las mujeres hippies, lo atrevidas que fueron, eso sí que fue una revolución. A menudo se enfrentaban o eran expulsadas de sus familias… Y tanta madre soltera como hubo entonces. Tanto que se habla ahora de la liberación de la mujer, allí hubo una liberación de la mujer avant la lettre, que se dice.

A Ibiza fui con mi amiga Pilar Mackenzie. Había que ir, era donde estaba la moda, el cotarro. Yo llevaba la referencia de un pintor, Carlos Gonzalo, que vivía allí con su mujer. Él se había cambiado de casa a una más amplia para montar un taller de serigrafía y me pasó el alquiler de la casa que dejaba. Era muy barato vivir allí, no como ahora, no tiene nada ver; a mí me han dicho que mejor no vuelva, que me voy a llevar un sofión isas]. La casa estaba en el campo, en la parte más montañosa y se veía el mar y Formentera a lo lejos.

En principio fue nuestra casa, luego apareció Pedro Almodóvar con una amiga francesa. Al poco tiempo vino más gente y llegó Ignacio con otros amigos. Lo divertido es que en una de esas tuve que ir a Madrid a calmar los ánimos de la familia, a decirles que no se preocuparan, que no pasaba nada… Y cuando volví me encontré allí a veinte personas, y es que Ignacio había invitado a todos sus alumnos de la facultad.

Ahí hubo una crisis, eché a algunos y otros se quedaron. No hubo una fundación, en ese momento asumimos todos que aquello era una comuna. Nos quedamos siete u ocho fijos y otros iban y venían –uno de los que fue aceptado fue Fernando Huici–. Nos organizamos y a Ignacio, con su talante, tácitamente lo nombramos presidente de la República, porque le pegaba mucho. Yo me postulé y fui aceptado enseguida como cocinero porque vi que allí había mucho urbanita, mucho niño de ciudad, y nadie sabía hacer un huevo frito; y como a mí siempre me ha gustado mucho guisar y vengo de familia de pueblo sé bien lo que es una cocina, así que yo organizaba la compra y las comidas.

En ese tiempo desarrollé más la idea de los mandalas, hablaba mucho con Ignacio, y todo fue tomando cuerpo. La idea del mandala ya pasó de ser una aventura pictórica a ser una aventura más mística. Entre unos y otros juntamos una buena biblioteca sobre zen, mucho Freud y Jung había por allí, cada uno llevaba lo suyo. También, en ese tiempo, empecé a leer libros de macrobiótica, que entonces se puso de moda.

Una cosa bonita fue que hubo correspondencia entre comunas, por ejemplo con comunas de California. Todo eso implicaba viajar a la ciudad, echar la carta al buzón, esperar respuestas…. Yo pienso: ¿qué hubiese sido el hippismo si en esa época hubiera habido Internet? No se ha hecho un estudio serio sobre el hippismo, que fue el primer movimiento sociocultural que abarcó todo el planeta. Yo conocí hippies de muchos países; marroquíes y japoneses hubo bastantes.

Volviendo al tema de los mandalas, uno de mis replanteamientos, algo que he querido hacer siempre, ha sido montar una Factory. Para mí la gran obra de Warhol no me parecen ni las Marilyns ni nada, me parece la Factory, su concepto, que, por supuesto, hereda del renacimiento, de los talleres esos maravillosos, donde estaban de oficiales Boticelli, Leonardo, etc. Todos empezaron así. Quiero volver a rehacer ya esa obra como un trabajo de taller aquí, en Cuenca; lo mejor de aquí es la facultad y ya estoy en tratos con un becario con el que hablo casi todos los días.

Pasaporte de Herminio Molero (1974). Fotografía cortesía del artista.

Otro de los focos de vanguardia de aquellos años fue el Grupo Alea, donde tú también participas. ¿Cómo llegas hasta este laboratorio de música electroacústica?

En los espectáculos con Pedro Almodóvar siempre éramos él y yo fijos, y la chica iba cambiando. Éramos un gay, un hetero y una chica, cumplíamos ya entonces con las cuotas [risas]. Pedro se encargó siempre del vestuario porque lo de Pedro con las chicas Almodóvar era innato.

Yo me dedicaba más a la banda sonora. La estructura de entonces era con magnetofones y poco más y alguien me habla de que existe un sitio que se llama Alea, donde tienen magnetofones y sintetizadores (yo no sabía muy bien qué eran los sintetizadores). Todo el material lo financiaban los Huarte –que también patrocinaron los Encuentros de Pamplona del 72–, una familia de empresarios muy importante para el mundo cultural en esos años, sobre todo porque apostaron por la experimentación.

Bueno, yo llego allí y alucino. Se lo contaba a mi pandilla del barrio de la Concepción: “Hay un sitio en Madrid que es como entrar en un disco de Pink Floyd”, y me los llevaba a todos a los conciertos de música experimental que hacían. Además, impartían cursos trimestrales y no podías apuntarte tú solo, tenías que llevar a dos o tres.

Al primero que metí conmigo fue a Fernando Huici y en el segundo curso a Guillermo Pérez Villalta, que se borró enseguida un día que después de estar trabajando y grabando horas. De repente dice: “¿Si le doy a este botón?”. Le dije: “Guillermo, si le das a ese botón, lo borras”. Le dio, se borró y se frustró. Me decía: “Es como si pintas un cuadro, le das a un botón y desaparece el cuadro”. Luego metí a mi hermano Julián, que es también músico. Más tarde me quedé yo solo. Otros que asistieron a esos cursos fueron Javier Utray o Javier Maderuelo.

Yo, allí, experimentaba para hacer la banda sonora de los espectáculos que montaba con Pedro. Lo que hacía era juntar canciones, mezclarlas, sobreponerlas… Ya solo, probé e indagué y vi que me desenvolvía bien en aquel lenguaje y, a partir de ahí, grabé varias experimentaciones.

En Alea compuse ‘La muerte sintética de Miss Europa’, en 1974, mi obra más ambiciosa, que ahora es la banda sonora de la web del Museo Reina Sofía. El laboratorio estaba en un piso grande, un ático por la Puerta de Toledo. Lo administraba la hermana de Luis de Pablo, su director, y lo llevaba un técnico de sonido maravilloso, al que todos le debemos muchísimo, Jesús Ocaña. Hace unos años apareció en la inauguración de la exposición del Reina Sofía sobre los Encuentros de Pamplona, ya con alzheimer, acompañado de su hija, y le hicimos todos mucho homenaje. Hay nombres que se olvidan y son imprescindibles.

Los Encuentros de Pamplona de 1972 constituyeron un escaparate en la práctica experimental de la cultura del momento. ¿Llegaste a participar?

Sí, de alguna manera estuve allí porque Ignacio Gómez de Liaño llevó poesía concreta mía, pero yo propuse hacer una instalación sobre Jimi Hendrix, que acababa de morir, y me la rechazaron. También es verdad que era el verano, que estaba con otras cosas, y que me iba a Ibiza con mi novia y con sus hijos.

Herminio, tu nombre aparece en la historia del Centro de Cálculo creado en 1966, donde artistas contemporáneos trabajabais con programas informáticos de IBM, y también tuviste contacto con Zaj, el grupo musical más vanguardista del momento. Siempre estabas ahí…

Bartomeu Marí, cuando fue subdirector del MACBA [Museu d’Art Contemporani de Barcelona], se interesó por mí porque me contó que le llamaba muchísimo la atención que apareciese en todos los sitios de esa época sobre los que él estaba investigando, siempre en segunda fila, pero siempre estaba [risas].

Sí, bueno, con Zaj colaboré haciéndoles algún folleto. Con Juan Hidalgo tenía muy buen feeling.

Foto promocional como actor de Herminio Molero. Fotografía de Pablo Pérez-Mínguez.

Tras Ibiza, vuelves a Madrid y sigues muy vinculado a Alea ya que entras a vivir al piso que comparten dos de sus integrantes, los músicos Eduardo Polonio y Horacio Vaggione.

En ese tiempo tuve un desencuentro con la familia y comencé a buscar piso. Encontré uno donde vivían Polonio y Vaggione. Ellos utilizaban ya un arsenal de instrumentos electrónicos, los más modernos de la época.

Era un piso enorme en la calle Antillón, cerca de la Puerta del Ángel, de esos que no quedan ya en Madrid porque todos los han convertido en apartamentos. Se acababa de ir Eduardo Polonio y me instalé allí. No dejaba de ser una especie de comuna. Con el tiempo, Horacio se acabó yendo a París –donde hoy es un músico muy reconocido al que le han concedido todos los honores– y llegó un momento en que me quedé yo solo. Entonces instalé un gran estudio.

La galerista Mercedes Buades tiene un texto muy bonito reproducido en varios catálogos, en el que cuenta la primera visita que me hace; la verdad es que monté un gran decorado para recibirla, una performance (se quedó flipada). Fue un tiempo muy feliz, tenía mi propio dinero, tenía mi propia casa y encontré un trabajo como delineante. Trabajaba como un burro, pero tenía varias tardes y los fines de semana para mí.

Con esa casa sueño mucho –“Anoche soñé que volvía a Manderley” (“Anoche soñé que volvía a Antillón)”–. En su momento quise comprarla pero la perdí. Te digo una cosa, el piso que me he comprado en Cuenca me recuerda a esa casa, por eso me he volcado tanto en su reforma, que me ha dado tantos problemas. He recuperado mi Manderley de algún modo.

En esos momentos, ya empieza a consolidarse el grupo de pintores que más tarde se conocería como La Nueva Figuración Madrileña.

Al llegar de Ibiza, me dicen que un pintor estaba haciendo algo que se parecía mucho a lo mío y me dan las señas de una exposición en la Galería Daniel. Recuerdo que cuando llegué allí había un chico haciendo fotos; era Guillermo Pérez Villalta. Los dos vestíamos unos chalecos parecidos, así como los que se ponen los hippies en invierno; los dos llevábamos unos pelos alborotados… [risas]. Nos caímos muy bien desde el primer momento. Congeniamos.

Por mi casa comenzaron a venir muchos de los pintores de la nueva figuración. Manolo Quejido se acababa de casar y vivía al lado. La mayoría vivía todavía con sus padres, como Guillermo, que se pasaba muchas veces, también José Luis Bola Barrionuevo, Carlos Durán, etc. A los dos años llegó para compartir piso conmigo Fernando Huici. Hicimos una pandilla y salíamos casi todas las noches; los domingos nos íbamos a fumar, a flipar, a navegar por el lago de la Casa de Campo, que estaba al lado. Aquello era una joya, pasamos de la comuna hippie al grupo de Bloomsbury [risas].

¿Qué significó para ti la exposición ‘Los Esquizos de Madrid. Figuración madrileña de los 70’, que se celebró hace más de diez años en el Museo Reina Sofía y que rindió homenaje a esa generación de artistas?

El título que se eligió me pareció horroroso. Al principio no sabía a qué venía eso de ‘Los Esquizos’. Está traído por los pelos, luego me enteré que era porque en medio de un enfrentamiento (artístico, por supuesto) de Carlos Alcolea y Carlos Franco con los pintores abstractos-estrictos de Barcelona (Broto, Grau, Tena), estos calificaron a los figurativos madrileños irónicamente con la frase “esos son unos esquizos”.

Yo con Alcolea y Franco no tuve nunca una relación especial más allá de encontrarnos en las exposiciones de todos, todos estábamos allí, todos nos cortejábamos. Ellos eran la otra parte, el lado más “gordillano” de la nueva figuración.

Hay una frase muy buena de Ignacio Gómez de Liaño, de hace muchos años, que dice: “La nueva figuración madrileña, que ni eran nuevos, ni eran figurativos, ni eran de Madrid”, porque, es verdad, es que algunos tampoco éramos figurativos [risas].

Aparte de eso, para mí ha sido la mejor exposición que he hecho en mi vida, salí muy reforzado, subió mucho mi caché. Hasta entonces yo era el patito feo de mi generación. Estaba en mi pueblo, ganándome la vida como pintor de encargo y un día se presentó allí Quico Rivas, el comisario, a hablarme de la exposición que estaba preparando. Al principio estuve reacio, me había llevado varias decepciones en esos años, pero él tenía claro que quería contar conmigo.

Rivas, desgraciadamente, murió cuando ya todo estaba en marcha y nombraron a tres comisarios muy jóvenes; vi que tomaba aquello un camino que no me gustaba y me fui apartando del proyecto. Pero una noche, cenando solo –y reconozco que un poco fumao– en la plaza de Antón Martín, en Madrid, recibo la llamada de Borja-Villel, el director del Reina Sofía, para convencerme de que debo estar en esa exposición. Con él había tenido muy buena relación ya cuando dirigió el MACBA –expuso obra mía en la muestra ‘Desacuerdos’, que fue una muestra magnífica–.

Ha sido el gestor cultural que más ha hecho por mí. Si sigues de cerca su carrera, te das cuenta que a él le interesa mucho la serie B, a la que no le da el foco, lo que deja rastro pero no está en primera línea.

A los dos años de ‘Los Esquizos’, el Reina Sofía adquirió toda mi obra de los sesenta y setenta (lo más moderno que tienen es el cómic Suite California, de 1975). Compraron también toda la poesía concreta. Mi obra de lienzo no les ha interesado nada nunca, tampoco nunca se han molestado en conocerla.

Hermino Molero en 1974. Época del cómic California Sweetheart. Fotografía cortesía del artista.

Durante la Transición parece que La Nueva Figuración empieza a desintegrarse. ¿Cómo viviste esos años?

El entramado amistoso era el sustrato de La Nueva Figuración, porque, si te fijas, no nos parecíamos los unos a los otros en nada; lo que nos unía era la amistad, que veíamos las mismas películas y que, llegado el caso, tomábamos las mismas drogas y acudíamos a las mismas fiestas, pero cada uno hacía su lectura. La amistad con Guillermo se ha mantenido porque nunca nos hemos pisado el uno al otro el terreno. Eso es muy importante; cuando dos artistas empiezan a parecerse mucho (tú haces cómic y yo hago cómic) aparecen los celos artísticos, que son muy traicioneros.

Empieza todo a agrietarse cuando las galerías –Vandrés, luego Fernando Vijande y, más tarde, Soledad Lorenzo- contratan a Pérez Villalta. Lo fichan solo a él; fue el primero que triunfó. Tenían claro que no querían que hubiera otro de la nueva figuración. Eso lo va aislando, ya no expondremos mucho juntos.

Cuando murió Franco todo cambió, la nueva realidad planteaba dudas. ¿En qué partido político íbamos a militar?, ¿nosotros, qué somos?, ¿vamos a ser de izquierdas?, pero ¿tanto como comunistas? Todo empezó a tener un color distinto.

Se descubrió que algunos simpatizaban con la derecha –yo era de izquierdas (más por dandismo y porque en mi pandilla del barrio tenía amigos que eran hijos de militantes comunistas); para mí el partido comunista tenía una épica especial y el atractivo de lo prohibido. Contra Franco todos estábamos más unidos, cada uno llevaba su protesta o su rebeldía como quería o podía, pero convivíamos todos bien, buscábamos grietas de libertad para movernos, éramos más empáticos. Luego, la desconfianza se fue instalando en el grupo.

Fue un momento de replantearme todo. Yo siempre me he sentido un perro verde en el mundo cultural español, otra cosa es que llevo siendo perro verde muchos años. Ahora que trato con muchos estudiantes, sobre todo chicas, que vienen a hacer tesis y trabajos sobre mí, lo que les impresiona al conocer mi trayectoria, más que otra cosa, es mi supervivencia.

También en el tema personal hay cambios. En ese mismo año 1975 dejo el piso de la calle Antillón porque la propietaria lo vende y tengo que volver con mi familia con el rabo entre las piernas. Más tarde, mis padres me alquilaron su antiguo piso en el barrio de Quintana. Ahora, la verdad, alucino recordando todo esto porque mis padres, con todo lo “derechosos” que eran, aparcando su ideología, me respetaron bastante, hicieron un esfuerzo para entender a sus hijos que habría que valorar mucho.

En el 77 me acerco más a la política porque junto al grupo en el que estaba entonces, Arexes, sonorizamos toda la campaña de PCE en Madrid y alrededores en las primeras elecciones democráticas. Hicimos unos 20 conciertos, una pequeña gira. Aquello fue humanamente impresionante para mí. No ha habido una campaña tan bonita como aquella; los abueletes con los nietos, con la banderita, coincidíamos en el escenario con Blas de Otero, que a mí me impresionaba porque había leído su poesía; después cantaba Rosa León ‘Al Alba’ y otros artistas. A nosotros nos alquilaban el equipo, el grupo tocaba un rock progresivo tipo Coz, Leño…

A mí me veían raro, tenía un look muy distinto al resto –hay unas fotos en las que ellos llevaban unas melenas a lo Yes y yo tengo el pelo muy corto, a lo Kraftwerk, y voy con traje y pajarita. Quedaba muy gracioso–. Me ficharon por el sintetizador que me había comprado a raíz de haberlo visto en un concierto de Brian Eno y Robert Fripp; iba en una maletita, era flipante, súper moderno y muy práctico (luego fue el que llevé a Radio Futura). Yo, en los mítines, abría y cerraba las piezas de la banda, creaba ambiente con un programa de sintetizador electrónico, ya no me ponía pajarita, iba a lo cheviot, a lo Enrico Berlinguer, como los eurocomunistas italianos.

Aquella experiencia me dio armas para poder hacer más cosas, comprobé cómo mi parte más popular se podía unir a mi lado más experimental. Yo era un fan del rock, de David Bowie, Roxy Music…

A partir de ahí, empiezas a dedicarte más a la música y a crear tus propias bandas.

Sí, poco después contacté con Honorio Herrero, el que luego fue el primer productor de Radio Futura, el de la famosa La Charanga del Tío Honorio. Era un productor importante entonces, había trabajado con Lola Flores y Massiel, entre otros. Me solía llamar para poner sonidos electrónicos, ponía cositas un poco horteras con mi sintetizador en temas de Camilo Sexto, de Juan Bau, etc. y así me fui metiendo en el mundo de la grabación y de la industria del disco.

En ese momento, yo ya empiezo a pensar que me puedo dedicar a lanzar un grupo que aporte un sonido más mío, más arriesgado. También en esos años hubo algo curioso, un intento de lanzarme a mí como un Jean-Michel Jarre español. Se grabó un maxi single en los estudios Kirios, que dirigía Teddy Bautista con la Orquesta de Radio Televisión Española, con todos los medios, a lo grande. Lo iba a sacar la CBS y, como tantos proyectos, se quedó ahí, en un cajón.

Ya frustrado por eso, dije: “pues ya me voy a hacer yo un conjunto a mi bola”. Yo ya tenía cancioncitas hechas, entre ellas ‘Enamorado de la moda juvenil’, desde el año 76. Entonces empecé a hacer castings con gente, llegamos a ser 12 o 14. Herminio Molero y la Orquesta Futurama nos llamábamos. Llegó a haber cuatro cantantes, dos chicos y dos chicas. Santiago Auserón iba a ser el batería, estuvo de cantante Manolo Campoamor, que era el cantante de Kaka de Luxe; pasó mucha gente por allí, y ya en el año 78 llegó un momento en el que yo veo que aquello se me está yendo de las manos y nos quedamos los cinco que fuimos Radio Futura.

En 1980 (ahora se han cumplido 40 años) publicamos ‘Música moderna’, álbum que hoy está más vigente que nunca; en los últimos años se han multiplicado por miles las visitas y descargas de los vídeos.

En ese primer LP de Radio Futura, siete de las 10 canciones que lo forman son de Herminio Molero. A partir de ahí ya no habrá más discos juntos. No podemos alargar más esta entrevista, nos detenemos en 1980, cuando comienza a eclosionar la Movida madrileña y la banda se convierte en uno de sus referentes.“En ese momento empezamos a sentir el triunfo, el triunfo de los autógrafos, que es el de verdad”. Vinieron muchas más cosas después, “pero eso ya es otra historia”.

Marisa Giménez Soler