MAKMAOpinión | El Rastro de Madrid
Alberto Gómez Font y Carlos Varona Narvión

EL ZOCO DE MADRID

Es muy difícil hablar del “Rastro”, de nuestro zoco, sin olvidarse de algo, y por mucho que se afine en su descripción, siempre estará incompleta, pues cada domingo habrá algo nuevo o desaparecerá algo de lo que ya era habitual. Pero aunque difícil, es agradable hablar, escribir en este caso, un rato de este gran bazar, de este inmenso mercado, de este zoco a la española.

Me empeño en llamar “zoco” al “Rastro”, no porque sí, sino porque al pasear por estas calles no hago más que recordar los zocos de Marruecos, y no ceso de comparar a nuestro zoco con el de Fez, el de Mequinez, el de Marraquech, el de Tetuán, y todos los que he tenido la suerte de conocer. Si bien las mercaderías son algo diferentes, que no mucho, y las gentes visten algo distinto, que no del todo, el continuo vaivén, los abigarrados colores, las aglomeraciones, los gritos de los vendedores anunciando sus mercancías, el regateo, y muchas otras cosas, son exactamente iguales.

No es raro ver chilabas en el “Rastro”, en venta en los puestos que tienen los marroquíes en la calle de la Ribera de Curtidores, o puestas en los innumerables moros que cada domingo se pasean por nuestro zoco, recordando quizás el de su pueblo en Marruecos y regateando como solo ellos y los gitanos saben hacerlo.

Tampoco es raro notar en el aire del “Rastro” un aroma familiar al de los zocos magrebíes, y si seguimos el rastro de ese olor, llegaremos a la plaza del Campillo del Mundo Nuevo y veremos varios bares improvisados con dos mesas y un fogón, en el que se están asando esos deliciosos “pinchitos morunos” y otras sabrosas, en olor y apariencia, carnes adobadas; olores fuertes y cargados que tan normales son en los zocos del país vecino. Hasta un puesto de frutas y verduras hay ahora en la misma plaza, detalle que hace aún más grande ese paralelismo entre nuestro zoco y los magrebíes, abigarrada mezcla de las más inesperadas mercancías: fruta junto a tornillos, ropa junto a bocadillos, muebles junto a joyas, en fin…, todo junto a todo.

El Rastro en 1979. Fotografía cortesía de Casa Amadeo.

Paseando por el zoco de Fez, en la calle de Tala’a al Kabira, nos encontramos con varios “FUNDUQ” (de ahí nuestras palabras ALHÓNDIGA y FONDA), patios interiores a los que se entra por un zaguán, donde hay por lo general dos pisos, la planta baja y otro arriba rodeando al patio, con puertas y ventanas que dan directamente a este, o a un corredor (en el piso superior) cuya barandilla se asoma a aquel. Son patios dedicados cada uno a una mercancía: en uno se fabrican y venden los típicos bongos o “tam-tam”, en otro se curten y secan las pieles, en otro venden antiguas joyas y tapices, etc. Pues bien, en el zoco de Madrid, en la calle de la Ribera de Curtidores (donde antiguamente se curtían las pieles), también nos encontramos con patios de este tipo, dedicados aquí solo a las antigüedades, pero no por eso sin el mismo encanto y ambiente recogido de los “funduq” marroquíes.

El turista es otro de los personajes que se dan por igual en nuestro zoco madrileño y en los del otro lado del Estrecho. Son los mismos turistas; los ingleses, franceses, alemanes, holandeses y otras gentes de tierras más lejanas, que si vienen a Madrid no dejan de visitar el zoco dominical, y si van a Marruecos, a cualquier ciudad, lo primero que hacen después de dejar las maletas en el hotel es ir a darse un garbeo por el zoco; allí y aquí se comportan de igual modo, hacen sus fotos, sus primeros ejercicios de regateo, compran sus “souvenirs” y prueban las “especialidades-gastronómico-callejeras” del país para así olvidar la comida plástica del avión.

Quizás haciendo un examen más exhaustivo del “Rastro” aún encontraríamos más razones para llamarlo ZOCO, pero quedémonos con lo que se ve, lo que se huele, lo que se oye, y conozcamos algo mejor ese maravilloso mercado popular, ese zoco de Madrid.

Alberto Gómez Font (Plaza de Vara de Rey)
(Publicado en la revista La Voz del Rioba. Madrid, marzo de 1980 – Año I –Número II. Editada por Juan Manuel, Julio y Antonio)

40 AÑOS DESPUÉS

El texto anterior lo escribí por encargo hace ya cuarenta años, y este que escribo hoy es también un encargo, esta vez de mi amigo José Ramón Alarcón San Martino, que sabe de mi amor por ese mercado que visito desde mi juventud todos los domingos que estoy en Madrid y no llueve, y con quien, en compañía de Merche Medina, recorrí algunas veces el zoco de Tánger.

Ambiente dominical en la Ribera de Curtidores (2020).

Si es domingo y no estoy en la capital de España sino en alguna otra ciudad del mundo, siempre pregunto si allí hay algún sitio parecido a mi amado Rastro, y si lo hay busco cómo llegar y me sumerjo en sus colores y sus sonidos. Así lo hice en Nueva York y en Buenos Aires —varias veces—, y también visité los de Bogotá, Ciudad de México, Guadalajara (Jalisco), Barcelona, Miami, Damasco, Roma, París, Valencia, Nueva Delhi, Tánger, Washington, Marraquech, Lima, Zaragoza, Valladolid, Ámsterdam, Utrecht, Quito, Varsovia, Salé… Y siempre, en todos los que tuve la suerte de conocer y disfrutar, adquirí algún o algunos objetos, pequeños tesoros que me recuerdan esos paseos cada vez que los miro.

Me alegro mucho también cuando alguna amiga o amigo me piden que les muestre el Rastro, o cuando llegan a Madrid gentes querida de otras ciudades y de otros países y me ofrezco de cicerone el domingo por la mañana; me gusta compartir ese espacio mágico con las personas a las que quiero, aunque creo que como más gozo del paseo es cuando voy yo solo, a mi aire, a mi ritmo, o cuando mis compañeros de recorrido son mis amigos Carlos Varona y su esposa, Marga Pacheco, pues él está tan enamorado como yo de ese tipo de mercados de cosas viejas y antiguas, y es también un gran maestro del regateo.

No sé si me gusta más el Rastro de hoy o el que dibujaba en el artículo que escribí hace cuarenta años; son muy diferentes y muy parecidos, y muchas de las caras conocidas con las que sigo intercambiando sonrisas son las mismas —algo más avejentadas y con más brillo en los ojos— de entonces, si bien hubo en cierto momento un cambio de rumbo bastante radical: fue cuando la municipalidad de Madrid decidió «ordenar» y «legalizar» ese mercado y organizarlo de forma que cada domingo hubiera los mismos puestos, del mismo tamaño y con el mismo tipo de mercancías, con lo cual se acabó de un plumazo con dos de las características más atractivas que tenía hasta entonces: la espontaneidad y la sorpresa. Y es que en los tiempos en los que no estaba «ordenado», cualquier persona, sin necesidad de ninguna autorización, podía instalar su puesto para vender lo que le diera la gana, y se pagaba una «multa» simbólica al guardia municipal que servía para permanecer allí toda la mañana. Así era como de pronto alguien llegaba un domingo, extendía un trapo en el suelo, o ponía una mesita plegable, y sacaba a la venta los cachivaches que le sobraban en la casa, o lo que había recogido de la vivienda de sus abuelos tras la muerte de estos, o los objetos de artesanía fabricados con sus manos, o los recuerdos de su último viaje por la India. En aquella época —años 70 y 80 del siglo pasado— mi hermana, Pilar Gómez Font, y yo tuvimos un puesto en la plaza Vara de Rey, donde vendíamos juguetes antiguos de papel: recortables de muñecas, de casitas, de coches, de soldaditos, etc., cromos, dioramas, libritos de cuentos, figuras troqueladas de cartón…

Pero por mucho que lo quieran estabular, el Rastro sigue siendo un mercado muy vivo y muy avispado, y sigue dándonos sorpresas y alegrías a los que le somos fieles y no deja de sacarnos las mejores sonrisas, y también algunas carcajadas, como aquel día en el que me mostraron una colección de piernas ortopédicas entre las que había dos auténticas «patas de palo», o aquella vez que vi un confesionario en la tienda de una amiga y bromeamos sobre todo lo que se nos ocurría hacer en y con ese mueble.

Alberto Gómez Font junto a su puesto de juguetes antiguos de papel, a finales de los años 70. Fotografía cortesía del autor.

En ocasiones nos hace regalos inolvidables, como me ocurrió con una coctelera muy especial. Llevaba viéndola mucho tiempo, allá por la década de los años 80 del siglo xx, sobre la barra del antiguo bar —luego lo cambiaron de sitio— del Hotel Palace, en Madrid, cuando oficiaba como barman el maestro Eliseo Ibáñez; era muy distinta a las demás, pues simulaba ser un cañón, recostada sobre una cureña de madera con cuatro ruedas cubiertas de metal. Yo bromeaba diciendo que algún día les encargaría a unos chorizos que la robaran para mí, hasta que una tarde fui a ese bar y la coctelera ya no estaba sobre la barra; le pregunté a don Eliseo y me respondió que se la había sustraído sin que se diera cuenta. Pasados varios años la encontré en el Rastro, y pregunté el precio luchando por contener los nervios y la taquicardia: 20 000 pesetas. No estaba muy cara, sino carísima, pero llegué a un acuerdo con el vendedor para pagársela a plazos, y así fue. Hoy está en mi casa. Llegué a tener una colección de 260 cocteleras, que hace pocos años le vendí a mi amigo barman Diego Cabrera, pero me quedé con varias piezas; una de ellas es la coctelera cañón.

«Al contrario de lo que suele pensar la mayoría de la gente, queremos a las personas por lo que les damos y no por lo que ellas nos dan». Esas palabras del protagonista de la novela tangerina ‘Los muertos de Roni’, escrita por mi amigo Leo Aflalo, judío de Tánger, reflejan perfectamente una de las sensaciones que más me gusta sentir en mis paseos dominicales por el Rastro. Es la que experimento cuando veo algo que sé que le gustará mucho a alguna amiga mía o algún amigo mío, y de inmediato comienzo el proceso de compra —el regateo— para ver si logro conseguirlo a buen precio y guardarlo en mi casa hasta que tenga la oportunidad de regalárselo. Esa tendencia regaladora llega a veces al extremo de hacer colecciones para otros —los coleccionistas hacemos proselitismo—, como la de abridores-destapadores zoomorfos que hace algo más de un año comencé para mi amiga Sara Navarro, diseñadora de zapatos, con la que también saboreé una de esas sorpresas mágicas que el Rastro nos tiene preparadas: un día en el que paseaba yo solo vi en la almoneda de una conocida mía un par de zapatos de mujer bastante antiguos, forrados de tela de color amarillo, con unas hebillas muy historiadas. Un par de semanas después quedé con Sara para pasear por nuestro zoco y la llevé a aquella tienda; los zapatos seguían allí, y los duendecillos que se encargan de asombrarnos y de hacernos sonreír hicieron que cuando Sara agarró los zapatos y les dio la vuelta viera que en las suelas estaba escrito el apellido «Navarro». La siguiente vez que los vi fue sobre un mueble del salón de mi amiga zapatera.

Esos mismos duendecillos son los que lo organizan todo para que, de repente, el Rastro se llene de determinados objetos que son objeto —aquí es inevitable la redundancia— de nuestro deseo, como me ocurrió con las parejas de faisanes de metal plateado. Reparé en ellos por primera vez cuando acudí por primera vez —las redundancias siguen jugando con mi relato— a cenar a la casa de mi tocayo y amigo Alberto Navarro, embajador de España en Marruecos, en el barrio de Suisi, en Rabat; allí estaban adornando la mesa del comedor, y creo que eran de plata. Volví a ver una pareja de faisanes un domingo por la mañana en el Mercado del Perro (Suk al Kalb), en la ciudad de Salé, vecina de Rabat, pero eran de bronce y los que a mí me habían cautivado eran plateados. Terminados mis dos años de director del Instituto Cervantes de Rabat, ya de regreso en Madrid, comencé a verlos en el Rastro; se me aparecían por todas partes y los había de todos los tamaños, y fueron invadiendo mi casa, hasta que llegó el día en que eran tantos —más de veinte parejas— que decidí deshacerme de ellos y que volvieran al sitio de donde salieron. Se los vendí a mi amigo gitano Aquilino Motos Romera, que tiene un par de mesas en las que pone a la venta cosas viejas y antiguas, en la plaza de Vara de Rey, donde bastantes años atrás tuvimos el puesto mi hermana y yo. Y tiene mucha gracia pasar a saludar a mi amigo y ver los faisanes que un día fueron míos y adornaron el vestíbulo y el salón de mi casa. Así es el Rastro.

Así es, y así lo cuento en una serie de videos —pueden verse en YouTube en ‘Érase el Rastro’— que grabaron dos estudiantes de Periodismo para su Trabajo Final de Grado, a las que conocí un domingo por la mañana en el que caminaban mirando un plano y les expliqué que lo que para ellas era una iglesia en realidad era el edificio de la Tenencia de Alcaldía de ese barrio. Con ellas dos —Eva Hernández Martínez y Blanca Ribas— hablé mucho sobre el Rastro, con ellas lo recorrí y les presenté a mis amigos y conocidos que tienen tiendas o puestos en la calle, y con ellas hice el paseo final en el que me filmaron mientras les explicaba detalles e historias de ese mercado al que tanto amo.

Hace cuarenta años hablaba, en mi primer artículo sobre el Rastro, de las diferentes nacionalidades de los turistas con los que me cruzaba entonces, y hoy sigue siendo así, mas mis percepciones se han ido especializando y ahora me doy cuenta de cuál es la lengua dominante cada domingo, Así, de pronto, me llama la atención la cantidad de gente que oigo que hablan en italiano, y puede ocurrir hasta dos o tres semanas seguidas, para de pronto cambiar al francés, al alemán o al catalán, lengua esta última muy presente en Madrid en los lugares que visitan los turistas, pues la gente de mi tierra —Cataluña— siempre fueron muy viajeros.

Pero ir al Rastro no es solamente pasearse entre los puestos y entrar a las tiendas, pues al final del recorrido es de ley tomarse un vermú o un vino o una cerveza en alguno de los muchos bares que hay en ese barrio, y así lo hago yo, y se lo recomiendo a ustedes. Mi última parada es en un pequeñito bar de la calle de Toledo llamado La Paloma, famoso por sus gambas a la plancha y sus boquerones en vinagre, donde siempre remato mi paseo con tres ostras y una copa de vino blanco.

¡A su salud!

Alberto Gómez Font
De la Academia Nortemaricana de la Lengua Española

LA RECUPERACIÓN DEL ASOMBRO

Las mañanas dominicales están desde tiempo lejano llamadas a celebrar un rito. Algunos lo festejan bajo cúpulas bendecidas, otros estirando simplemente las piernas por un parque o dándose un opíparo desayuno entre periódicos. Mi particular ceremonia, cuando me encuentro en Madrid, consiste en ejercitar la mirada con los casi infinitos objetos desperdigados por el Rastro. Como la de un ave de presa, nada tiene que ver con la mirada perdida y difusa del turista, del paseante ocasional, sino una precisa y tensa, casi como un disparo, que da en la diana de un libro antiguo, de una rara porcelana, de un cuadro, de un cristal…, o de cualquier otra pieza juzgada en ese momento como si fuera una gema, algo irremplazable. El valor objetivo, el tamaño o el estado son lo de menos. ¡Lo importante consiste en la asociación de imágenes e ideas que suscita en solo décimas de segundo! Ese es el instante privilegiado no del buscador, pues no soy coleccionista ni persigo nada concreto, sino de quien encuentra.

El Rastro de Madrid, por Alfredo González
El Rastro visto por el artista Alfredo González (Premio Nacional de Ilustración 2017).

¡Cada cual posee en la mente su propio Rastro! ¡No hay dos iguales! Los circuitos son allí más que variados, innúmeros, según el acompañamiento, las ganas, el tiempo, las vibraciones cambiantes del día… Se trata de una excursión abierta, de una caminata en cierto sentido «a ciegas», entregada a la admiración tanto adulta como infantil. Nada más distinto a los objetos estandarizados de los grandes almacenes en los que podemos prever cuanto vamos a encontrar. ¡Son aquí la piel y la propia biografía quienes dictan el hallazgo al azar! Tal o cual objeto: un bronce, una figura o un mueble, actúan como una botella a la deriva, varada sobre una acera, o bien mostrada en el anaquel de un anticuario, que como en un paseo por la playa recogemos sin esfuerzo tras discutir el precio con el vendedor. A este en ocasiones lo conocemos, y vemos envejecer domingo tras domingo a lo largo de los años, con el lejano y cómplice afecto de quien también lo hace. No sabemos sus nombres, nada de sus vidas, pero sus caras forman parte ya de ese particular espacio donde lo kitsch se da la mano con elegantes piezas, y bargueños o cornucopias barrocas de muchos miles que comparten dos metros cuadrados con la baratija… ¡Al euro! ¡Al euro! ¡Las fronteras no existen! ¡El vacío es inviable! La sopa primordial de átomos de la Creación está aquí en fusión absoluta…. ¡Y nosotros asistimos a ella!

Todo fluye sin cesar en este espacio de privilegio. Si te gusta algo… ¡Llévatelo! Puede que el domingo próximo —o dentro de tres minutos— ya no esté. O por el contrario, quizá permanezca por lustros en el rincón de una apartada almoneda. Todo es posible en este insólito lugar, encrucijada de estilos, donde se dan las más impredecibles combinaciones: el sobrio despacho de notario se combina con imágenes de una domadora de circo, la beata figurita de iglesia con el flash pornográfico, vestidos de cupletistas y Mata Haris nos lanzan al aire perfumes ya desbrevados pero de estimulantes evocaciones…

El poder del rito dominical consiste precisamente en eso, en que el placer de la sorpresa, como un relámpago difícil de escrutar, como un destello del pasado o tal vez del futuro, no desaparezca, y que aunque decaiga según las jornadas, se renueve de continuo. ¡Ahí estamos nosotros para dar fe de ello! Cierto es que rara vez se encuentra ya una verdadera ganga, pero la excitación del objet trouvé, rancio o vanguardista, nimio o principesco, sigue presente en esos objetos sacados de contexto y de su pretérito esplendor: cristales y maniquíes, bustos y lámparas, relojes y quincallería, motejados por rastrillos de bragas, de zapatillas y gafas. ¡Nada está excluido! … Y un inesperado descubrimiento, tal vez único, nunca se descarta. ¡El Rastro es un museo vivo! ¡Un happening real! Pero nada tiene de artificioso. Sucede todo fruto de un destino trascendente que se nos escapa. Es en verdad un laboratorio, un carnaval de infinitas biografías ofrecidas sin tener que ir a galerías o bibliotecas. ¡Soleadas o de intenso frío las mañanas siempre nos garantizan allí la recuperación del asombro!

Carlos Varona Narvión
Director del Instituto Cervantes de Marraquech

Alberto Gómez Font y su hermana Pilar junto a su puesto en el Rastro, ubicado en la plaza Vara de Rey, circa 1980. Fotografía cortesía del autor.

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