Dócil, de Carlos Domingo
Museo de Teruel
Plaza Fray Anselmo Polanco, 3. Teruel
Del 2 de marzo al 16 de abril de 2017

Si hay algo que nos distingue a los seres humanos de los animales es el lenguaje. Mal comienzo, pensará alguno. Porque el lenguaje, he ahí la objeción de entrada, también pertenece al reino animal. De hecho, la etología ya ha dictaminado hace mucho tiempo que los animales tienen lenguaje. ¿Qué tipo de lenguaje? El relacionado con la comunicación mediante señales. De manera que los animales y los humanos emitiríamos por igual mensajes con los que orientar nuestra conducta. Mas no es ese el lenguaje que vendría a distinguirnos de los animales. Como tampoco es ese el lenguaje que vendría a explicar la “extraña” conducta de los artistas.

El lenguaje al que me refiero nada tiene que ver con ello. Sin duda, los animales poseen un sistema de señales, más o menos sofisticado, para comunicarse entre ellos. Al igual que los humanos (ahí está la teoría de la comunicación para explicarlo), al compartir cierto código lingüístico, podemos llegar a entendernos. Ocurre, sin embargo, que más allá de la eficacia instrumental del lenguaje, existe una dimensión simbólica que lo complejiza al interrogarse por sus límites.

Vista de la exposición 'Dócil', de Carlos Domingo. Imagen cortesía del Museo de Teruel.
Vista de la exposición ‘Dócil’, de Carlos Domingo. Imagen cortesía del Museo de Teruel.

De hecho, es esa necesidad de hurgar en los límites que vienen a tejer nuestra cultura,  lo que hace del lenguaje algo más que simple herramienta al servicio de la comunicación, para terminar siendo vehículo de aquello que difícilmente se doblega al orden establecido. Es por ello que la mecánica del lenguaje, en este caso, chirría, manifestando la inquietud de quien se sabe concernido por la grieta que en su interior se abre. El lenguaje entonces deja de emitir señales fácilmente reconocibles (de eficacia probada), para ensayar otras formas de acercarnos a lo que somos. Y lo que somos, por muy cercano que sea nuestro lenguaje al de los animales, tiene que ver con ese plus de lenguaje que hace de nuestra animalidad una incógnita; un resto que no dejamos de rastrear.

A ese resto llamó Georges Bataille lo sagrado, desprendido, claro está, de la contaminación ideológica producida por su adherencia a la institución religiosa. Carácter sagrado que permite a los humanos, mediante ese plus del lenguaje, representar (esto es, presentar de otra forma o mediante otras formas) aquello que precisamente añoramos de los animales: su libertad; el hecho de que no tengan, como nosotros, que someterse a norma alguna. He ahí su inmenso atractivo y el poder de evocación que conlleva imaginar la vuelta a esa naturaleza animal libre de toda atadura social.

Sólo el lenguaje dotado de la dimensión simbólica que anida en lo sagrado, puede hacerse cargo de tamaña paradoja: proyectar lo humano más allá de los límites que impone la cultura, sin tener que perderse por ello en la violencia del reino animal. Un lenguaje, pues, enigmático, donde las luces de la razón instrumental no terminan de aclararlo todo, y donde las sombras de la naturaleza sin límites no acaban de imponer la total oscuridad de aquellos tiempos remotos. Un lenguaje, diríamos, entre sombras, que es el que explora pacientemente Carlos Domingo.

Vista de la exposición 'Dócil', de Carlos Domingo. Imagen cortesía del Museo de Teruel.
Vista de la exposición ‘Dócil’, de Carlos Domingo. Imagen cortesía del Museo de Teruel.

Sabedor de que los objetos, para que salgan de su mutismo instrumental, necesitan tiempo, al igual que los animales, para que cedan en su empeño fiero, necesitan cierto reposo, Carlos Domingo se arma de paciencia para que ese plus de lenguaje, con el que atrapar lo sagrado de la existencia, vaya haciendo acto de presencia. “Me sitúo en la franja de la indefinición”, dice. Y en esa franja, allí donde el animal se confunde con el mundo vegetal y los objetos inanimados van cobrando vida, se mueve Carlos Domingo. Es la suya, por tanto, una actividad casi litúrgica, obrando en su estudio el milagro de la creación a partir de elementos, aparentemente anodinos, que alcanzan un inusitado misterio.

Esa “indefinición” a la que alude el artista viene a diluir la frontera que separa los compartimentos estancos de cada naturaleza. “Somos personas, animales, minerales y vegetales: esos cuatro reinos están desdibujados en mi obra”. Para ello, procede en su trabajo de manera “que las cosas sean ligeras, espontáneas, que no tengan gravedad”. Semejante atmósfera teñida de ambigüedad propicia el misterio y la “emoción no exenta de reflexión”, con las que Domingo apela al espectador, al tiempo que subraya su concepción del acto creativo: “El arte tiene que conmover, emocionar desde lo poético”.

Precisamente lo poético, directamente vinculado con lo sagrado, convierte su trabajo en un campo de experimentación con el lenguaje más propiamente humano, de ahí que utilice a los animales y a los objetos como fuente de evocación. Acude a ellos, diluye las fronteras que nos separan, manteniendo la única que, no obstante, diferencia al ser humano de aquello que representa proyectándolo sobre el papel, el lienzo o la madera: la dimensión poética, sagrada, del lenguaje. Esa “tensión entre opuestos” o, como abunda un poco más el propio artista, ese “aprender a vivir con la paradoja” que supone “pertenecer al reino animal” habiendo introducido “la cultura que nos separa de él”, atraviesa el conjunto de su producción, de la que Dócil es un sobresaliente ejemplo.

Vista de la exposición 'Dócil', de Carlos Domingo. Imagen cortesía del Museo de Teruel.
Vista de la exposición ‘Dócil’, de Carlos Domingo. Imagen cortesía del Museo de Teruel.

Carlos Domingo se mantiene “dócil” al lenguaje poético que le permite revelar el misterio de cuanto nos rodea. Pero al mismo tiempo se sacude tamaña docilidad, cuestionando en el interior de su propia obra los límites que vendrían a adormecer la reflexión, transformando en mensaje, en señal, lo que escapa a tan sumisa concepción. De nuevo, la paradoja: somos animales e incluso vegetales y minerales, gracias a la proyección que el lenguaje poético facilita. De manera que su carácter instrumental, al ceder por obra y gracia del artista y abrirse a esa otra dimensión simbólica, permite poner en contacto realidades contrapuestas que de ninguna otra manera dialogarían tan fructíferamente.

“Cuando negamos una u otra viene el conflicto”, sostiene Domingo. Se refiere a la negación de nuestra condición animal, de cuya violencia tenemos pruebas sobradas a lo largo de la historia que alcanza a nuestros días. O también su contrario: afirmar que está en nuestros genes inscrita esa condición, de manera que conviene propiciar el regreso a la naturaleza. Ni una ni otra. Carlos Domingo lo que hace es aproximarnos a ella, descubrir las conexiones y motivar precisamente la reflexión en torno a esa animalidad instintiva que, en nuestro caso, deriva en pulsión que conviene domeñar por sus efectos todavía más destructivos.

De ahí, por ejemplo, la obra Constelación. En ella, se ve a un ciervo sentado sobre sus patas, débilmente iluminado, pero lo justo para que destaquen sobre su lomo una serie de manchas que da precisamente el título a la pieza. “La imagen procede de alguna fotografía y es el reposo, la quietud, por oposición a la velocidad, lo que me interesa destacar por paradójico”. También el elemento plástico de la constelación que significan las manchas: “Lo pequeño en lo grande y viceversa”. La inconmensurable naturaleza contenida en la piel del animal, que a su vez parece expandir el firmamento reflejado en su lomo.

Vista de la exposición 'Dócil', de Carlos Domingo. Imagen cortesía del Museo de Teruel.
Vista de la exposición ‘Dócil’, de Carlos Domingo. Imagen cortesía del Museo de Teruel.

Tal es, después de todo, la función del tatuaje en el cuerpo humano: representar mediante signos, frases, figuras o escenas, una emoción que se quiere perdurable en el tiempo. El propio cuerpo, pues, como recinto, incluso templo, de un sentimiento oceánico que aspira a la eternidad. Por eso el animal, como ya intuyeran nuestros antepasados, se presenta como vehículo privilegiado de conexión con esa naturaleza anhelada donde ninguna restricción existe y donde impera una libertad absoluta. Un animal de gran belleza, cuya quietud contrasta con la oscuridad del fondo del que procede.

La geometría de esa “constelación” se repite luego en otras obras, mediante la figura del toro o toroide, en tanto “superficie de revolución infinita”, describe el artista. Revolución como juego semántico a través del cual “nos rebelamos ante las cosas, ante lo frágil”, añade. Carlos Domingo nos sitúa de nuevo ante la paradoja de una representación integrada por opuestos en tensión: lo duro y lo frágil, lo animal y lo humano, lo racional y lo emocional, lo dócil y lo rebelde. Como en ‘Azufre, carbón y salitre’, “fórmula de la pólvora”, dice, que alude al carácter explosivo de “la rebelión ante determinadas situaciones”. “¿Por qué tenemos que ser dóciles?”, termina preguntándose.

Ese carácter polisémico y difuso (“no hay verdad absoluta, sino múltiples caras de la misma”) conviene situarlo en su justo lugar. Toda la obra de Carlos Domingo está atravesada por ese carácter ambiguo de las cosas. De manera que un juguete puede convertirse en el Ave de “carne y hueso” que aparenta ser, de igual forma que unos moldes de magdalena se convierten en Podium, una coliflor o una nuez adquirir el aspecto del cerebro, o simples cajas de papel adoptar la fisonomía de un Templo, fortaleza, palacio, fábrica.

Vista de la exposición 'Dócil', de Carlos Domingo. Fotografía: Makma
Vista de la exposición ‘Dócil’, de Carlos Domingo. Fotografía: Makma

Si todo ello tiene lugar en su obra se debe, una vez más, al uso del lenguaje despojado de eficacia y pragmatismo. Nada es lo que parece ser, comportándose de manera impropia y, por tanto, revelando cierta doblez, ésta sí propia de las cosas que no terminan de ajustarse a lo que les corresponde dócilmente. Qué duda cabe que el artista trabaja con ellas, las manipula e instrumentaliza, pero al mismo tiempo, como por arte de magia, descubre un comportamiento extraño que le hace ver ahí una cosa que ya no lo es. De hecho, dejan de ser cosas, objetos y animales, para poseer atributos que les animan a trascender la función para la que fueron creados.

Así, la simple caja de cartón ya no contiene aquello para la que fue destinada, como tampoco los moldes de magdalena, las nueces, las coliflores, una pelota de golf, un guepardo, un pájaro o el propio ciervo se ciñen a la simple aptitud, para revelar cierta espiritualidad producto de la actitud recién descubierta. He ahí la verdad que, por múltiples caras que tenga, alude a la experiencia, siempre fatigosa, de quien insiste en dar forma a la angustia que supone no saber para qué sirven las cosas.

“Esto es lo que me atrae de este oficio: el misterio; piezas que no sabes lo que son y las dejo ahí, esperando el instante de su revelación”. Desconocimiento, misterio, revelación: he ahí las claves del lenguaje poético con el que Carlos Domingo transforma en Trampolín un ave con pluma de grafito, cuya figura se proyecta hacia fuera para dar esa sensación de tabla elástica. O Unicornio en Lisboa, referido al rinoceronte de Durero, que sirve para pensar en lo real y lo imaginario. O Deslumbrado, aludiendo el título al pájaro en tensión por el fogonazo de un toroide cuya forma geométrica desconoce, tal y como sucedía con el extraño monolito en 2001: Una odisea del espacio, la película de Stanley Kubrick.

Toda la obra de Carlos Domingo se halla modulada por esa sensación de extrañeza que propicia el misterio de lo sagrado. Por eso dice que no le interesan los acabados, la imagen cerrada: “De las paradojas surgen las relaciones más fructíferas; si las eliminas, cierras más los significados”. Y ningún significado cabe allí donde el lenguaje se abre a la experiencia simbólica que, en tanto tal, huye de la catalogación reglada. Carlos Domingo ofrece un caudal de posibilidades para que tal experiencia se produzca. Se muestra sin duda Dócil, asumiendo su condición de creador de imágenes que, más que consumidas, deben ser lentamente digeridas. Y precisamente por ese carácter paciente, ceremonioso, ajeno a las prisas producto de la eficacia, la docilidad termina por ofrecernos el rasgo de la rebeldía al iluminar un universo que va por otro cauce. El cauce del lenguaje que nos interroga e inquieta y por el que navega Carlos Domingo.

Carlos Domingo, delante de una de sus obras en el Museo de Teruel. Fotografía: Makma
Carlos Domingo, delante de una de sus obras en el Museo de Teruel. Fotografía: Makma

Salva Torres