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Sueños en Fase 0 (y medio)
‘Erase una vez en… Hollywood’ (Tarantino, 2019) y ‘Hollywood’ (Ryan Murphy, 2020)

Durante todas estas semanas de pandemia global y de confinamiento, resulta tentador analizar esta época y nuestra sociedad aplicando todo lo que hemos aprendido de las innumerables distopías que consumimos en formato televisivo, cinematográfico o literario.

Inevitablemente, en nuestra mente se agolpan imágenes de extrañas enfermedades que transforman a la población en un peligro mortal para sus congéneres, ya sea transformándoles en zombies, hombres lobo o en vampiros anteriores a ‘True Blood’ (2008-2014) y a ‘Crepúsculo’ (2008). Incluso hemos podido ver en las noticias como las calles de Singapur pueden ser controladas y transformadas en ‘Metalhead’, uno de los episodios más inquietantes de la cuarta temporada de ‘Black Mirror’ (2011-actualidad). Todos los sueños anteriores a la COVID-19 se han ido transformando en aquellas pesadillas que nunca imaginábamos poder leer en la prensa ni ver en las noticias, y aún menos en ‘Sálvame’.

Sin embargo, frente a esta visión distópica del mundo –que ya deja de serlo por el mero hecho de haberse convertido en nuestra cotidianeidad–, 2020 también, aún sin pretenderlo, nos está mostrando un portal abierto a presentes alternativos solo con que un pequeño detalle del pasado se hubiera modificado. Frente a la pesadilla real surge un no menos inquietante “What if?” que deja patente el carácter irreconciliable, aunque no incompatible, entre el “gran sueño americano,” presentado y vendido bajo el atractivo envoltorio de la fabrica de sueños hollywoodiense, y unos seres humanos que torpedean unos principios tan básicos y primordiales como deberían ser la coexistencia feliz, la autoaceptación, la importancia de ser diferente. En el presente del mundo desde los balcones, los aplausos también conviven con la policía de los balcones.

Leonardo Di Caprio y Brad Pitt en una escena de ‘Erase una vez en… Hollywood’, de Quentin Tarantino.

El título de ‘Erase una vez en… Hollywood’ (Tarantino, 2019), inevitablemente, remite al mundo de los cuentos infantiles en un desplazamiento hacia un tiempo y un espacio narrativo en el que los personajes van adquiriendo distintas funciones proppianas dependiendo del plano en el que se mueven. La realidad, la ficción, la metaficción y la faction se desarrollan en un tiempo mítico de finales de los años 60, con glamurosas fiestas de Hollywood y los últimos coletazos del movimiento hippie. Los westerns y sus protagonistas, versiones maduras y caducas de un antiguo star system, intentan convivir con las nuevas comedias de Hollywood y sus jóvenes y prometedoras estrellas, del mismo modo que se desdoblan y se convierten en narraciones dentro de la narración. Dentro de este marco temporal de cambio surge, tras los puntos suspensivos, Hollywood, ese espacio mítico e imaginado en el que los sueños se pueden cumplir.

A lo largo de la mayor parte de las casi tres horas de película, el espectador se va moviendo por el mundo onírico de Hollywood en el que ficción y realidad se mezclan. Solo en este estadio de onirismo resulta posible que a Cliff Booth se le pueda confundir, solo dentro de la ficción, con Rick Dalton, el actor de westerns llegado a menos al que doblaba en sus escenas peligrosas. Esta suerte de doppelgänger de ficción se mueve por una ciudad y una industria en la que la ficción se convierte en vecina de Roman Polanski y de Sharon Tate en Cielo Drive, una convivencia entre destinos similar a la de la transformación del set de rodaje de ‘Bounty Law’, interpretada por Rick, en el hogar de la secta de James Manson. Resulta a su vez relevante y revelador que el esperable resultado de la suma de violencia, en la que los elementos aditivos son Manson y Tarantino, demuestra que dos más dos no siempre dan cuatro. La violencia resultante, lejos de convertir la existencia de los personajes en una pesadilla, se transforma en un final abierto en el que sus sueños se pueden cumplir. Sin embargo, el espectador sabe que la historia no fue así, que lo que acaba de presenciar es un final de cuento de hadas, un “y fueron felices y comieron perdices” que hace olvidar que las heroínas de los cuentos nunca tienen una existencia idílica.

La misma fábrica de sueños, aunque esta vez durante la época posterior a la Segunda Guerra Mundial, se convierte en el marco espacial de ‘Hollywood‘ (Ryan Murphy, 2020). De nuevo, la ficción y la realidad habitan el mismo espacio: Rock Hudson o Hattie McDaniel conviven con los personajes salidos de la mente de Murphy y, al igual que en ‘Erase una vez… en Hollywood’, se convierten en personajes dentro de juegos metanarrativos y metacinematográficos que comienzan un viaje liberador desde la gasolinera de Ernie West a ‘Dreamland’, esa tierra de sueños que libera sexualmente a mujeres casadas y a hombres gays. En este Hollywood, la historia del suicidio de Peg Entwistle se reescribe para convertirse en un ejercicio de transformación de la mentalidad hostil de los años 40 a la visibilidad de la diferencia, de Peg a Meg solo cambiando una letra. Una ‘M’ permite que Rock Hudson pueda vivir su homosexualidad de manera abierta y convertirse en un icono gay positivo en vez de la primera víctima famosa de sida, con toda la estigmatización que ello conllevaba durante la época de Reagan. Una ‘M’ que permite a Camille Washington abandonar sus papeles de criada sobreactuada y ganar un Óscar como protagonista y convertirse en un espejo en el que muchas otras Camilles racializadas puedan soñar despiertas –y devolver su lugar y su dignidad a actrices como Hattie McDaniel–. Meg sobrevive a la censura y se convierte en un éxito, el éxito de la diversidad racial, de la diversidad de género, de la diversidad afectiva y sexual. De nuevo, como en ‘Erase una vez… en Hollywood’, un “What If?” da como resultado otro final de cuento de hadas tan hermoso como ficticio, en el que Rock Hudson puede interpretar ‘Dreamland’, la primera historia de amor entre hombres.

En un momento histórico como el actual, el futuro que albergaba planes y sueños se ha transformado en un momento incierto y aterrador a la espera de avanzar al menos media décima. La desescalada global que va a permitir esa “nueva normalidad” de la que oímos hablar está lejos de ser ese proceso tan liberador como se esperaba y se anhelaba, ya sea por sufrir el “síndrome de la cabaña” o por experimentar este nuevo espacio público, que se parece al que conocíamos, pero que ya no es el mismo, como si hubiéramos abandonado la habitación de ‘Habitación’ (Lenny Abrahamson, 2015). Frente a este futuro y a un presente que acota nuestros movimientos y nuestras relaciones personales y sociales, resulta inevitable mirar hacia el pasado, mitificarlo, idealizarlo y revivirlo como si realmente hubiéramos sido felices, como si nuestros vecinos de Cielo Drive nos hubieran invitado a su fiesta, como si hubiéramos ocupado la butaca que nos merecíamos, y sentir que ahora se nos ha privado de él. Las viviendas se han convertido en crisálidas de transformación del pasado a un nuevo futuro y, en esta nueva vida en fases, la sociedad puede que salga transformada en mariposa empoderada o, tal vez, siga estando conformada por gusanos soñadores.