Novedad editorial: Fábulas y cuentos del viejo Tibet

Los días han contado siempre con veinticuatro horas, un tiempo que antes daba de sí para que las personas pudieran llevar a cabo sus vidas. Ahora esas mismas veinticuatro horas parecen haber menguado y nos resulta imposible hacerlas servir como contenedor suficiente para desplegar toda la actividad que se nos requiere. La promesa del progreso, con su expectativa de liberar al individuo de cargas laborales y premiarle con más tiempo libre, ha fallado. A cambio la precarización del sistema productivo obliga a invertir más horas de trabajo para lograr menores resultados, extinguiéndose poco a poco la posibilidad de habilitar un espacio para lo privado.

El fracaso del sistema nos abofetea con la misma frialdad de quien se sabe, pase lo que pase, beneficiario de ese fracaso. También nosotros, por una cuestión de inteligencia aplicada al caso concreto, habremos de esforzarnos por localizar recorridos tangenciales que neutralicen esa situación. En la vida sencilla y el saber popular se contienen muchos de los ejemplos de vida más edificantes que, comunicados oralmente a través de los siglos, llegan a nuestros días con una utilidad clarividente, como demostración de lo poco que –en realidad- ha avanzado el ser humano en sus aspectos más sustanciales. Las máscaras de la forma y los artificios instrumentales no son pruebas concluyentes del desarrollo de la sociedad, son indicadores de otra índole los que aportan los signos de la evolución humana.

A lo largo de la historia numerosas culturas han florecido, alcanzando elevados grados de especialización, refinamiento y conocimiento, para después desaparecer en una hecatombe de la que nos quedan sus ruinas y el testigo encapsulado de parte de sus saberes. Una de esas cápsulas de saber ha sido cuidadosamente recuperada por Vicente Chambó que, con el preciosismo habitual de sus ediciones, nos presenta en el libro de Fábulas Tibetanas que usted tiene ahora en las manos. Se trata de un ejercicio que reivindica también el placer del tiempo dedicado a la lectura y la admiración por la belleza resultante de un trabajo esforzado. La educación de las personas se mide también por su capacidad para distinguir y valorar los detalles, nada empieza ni acaba en los gestos grandilocuentes, pues la sencillez es uno de los indicadores de la inteligencia. Las buenas ideas y el talento son el auténtico motor de cambio de las sociedades, por lo que estimular la imaginación y el pensamiento es una obligación de todos.

Pero las ideas no sólo se comunican a través de la palabra y el texto, las imágenes constituyen un elemento central en el relato social. Los artistas son creadores de imágenes, constructores de sentido a través de lo visual. En este caso, las ilustraciones de Carlos Domingo (San Agustín, Teruel, 1969) son una parte importante de la publicación, con la peculiaridad de que su trabajo, realizado ex profeso para esta edición, no ha querido ilustrar literalmente las fábulas relatadas, sino destacar un detalle de la narración o un fragmento de la historia.

La obra de Carlos Domingo contiene una reflexión constante acerca de la naturaleza, lo primario y la relación de dominación que el ser humano establece con el entorno. El grafito y la pasta de papel son algunos de los materiales que emplea para la realización de sus trabajos, con los que refuerza ese vínculo. La especie humana, al parecer del autor, vuelca con la misma intensidad su acción de doma sobre sus propios congéneres, interpretando que la educación es una versión implacable de ese propósito, un modo de domesticación del carácter. En parte son los usos culturales, derivados de la educación aplicada, los que han conducido a las sociedades a costumbres que restringen el contacto físico entre las personas. El sentido del tacto nos enlaza con nuestros orígenes primitivos, mientras que esa inhibición del contacto se revela como un rastro de la educación que nos quiere alejar de las “bestias”. Nuestra sociedad, preocupada siempre por lo formal, por lo visible, transita sin embargo con tanta ligereza por otros terrenos enfangados y poco dignificantes. Carlos Domingo, a la inversa, crea imágenes que representan un hecho para poner de manifiesto una idea, un trasfondo, abundando en reflexiones que están más allá de la dermis, mediante juegos de opuestos que hacen emerger a la superficie las sencillas evidencias con las que se construye la realidad, como reflejo de la contradicción constante de lo humano. Cuanto mayor es nuestro conocimiento del medio, sin embargo, más nos hemos rodeado de artificialidad. Domingo se interroga, buscando respuestas, y nos hace partícipes de una preocupación que ahora parece no serlo, pues otras contingencias se han instalado en nuestra agenda, puede que por un tiempo aunque puede que otras hayan llegado para quedarse. Nuestro deber, como personas inquietas y curiosas, será preguntar, querer saber más y desear contribuir a aportar respuestas, contrastando puntos de vista. ¿Por qué no habríamos de hacerlo?

José Luis Pérez Pont