La isla mínima. A sangre fría

Siempre existe una reducida parcela sin desvelar plagada de meandros y zonas pantanosas, recodos de cieno ocultos tras bellezas luminosas y extensas. La última película de Alberto Rodríguez se adentra, precisamente, en esos recovecos pardos y angostos. Los acertados y encefálicos planos cenitales de La isla mínima avisan de una trama con líneas que se cruzan y confunden formando una extraña e impredecible retícula de difícil desenredo.

A principios de los ochenta, dos policías de carácter antitético llegan a un pequeño pueblo andaluz para esclarecer la desaparición de dos hermanas adolescentes. Sin embargo, la pericia del guión reside en no centrarse en este hecho en exclusiva, ya que tomando la investigación policial como hilo conductor, se descubren subtramas que reverberan el contexto económico y social: el machismo y la emancipación femenina, el éxodo rural y el desarrollo del turismo, el tráfico de drogas, la lucha obrera y el remanente del antiguo régimen. La historia principal y las secundarias se hilvanan meticulosamente gracias a un ritmo que engancha e inquieta al espectador, unos actores que interpretan sus roles –personajes cargados de pasado e intensidad psicológica− con una verosimilitud que roza el sobresaliente, y una fotografía que combina con destreza la belleza lumínica del paisaje marismeño y la atmósfera malsana habitual del género policíaco estadounidense –algunos pensarán en Seven (David Fincher, 1995)−. Apenas se cede un lugar a lo espontáneo y sí mucho a una estructura de medidas prolijas. Ni son accesorias las referencias a Truman Capote ni ciertos atisbos mágico-supersticiosos, amén de otras alegorías visuales que reiteran el poso de unas tradiciones ya caducas, la irracionalidad de ciertos actos humanos o la búsqueda de esa isla mínima donde se encuentra la verdad última de los protagonistas.

Que la postrera obra del director de Grupo 7 (2012) haya obtenido tantos galardones no sorprende a nadie. Razones no le faltan.

Tere Cabello